Narraciones

Así se fue

Edwin Rolando García Caal
31 de diciembre de 2021

Recientemente fui a visitar a mi abuelita. Ese día estaban preparando su equipaje para viajar hacia Estados Unidos en conjunto con mi mamá. Allá viven tres de sus nietos, dos seguimos haciendo la lucha en Guatemala. También allá viven los esposos y esposas de sus nietos, y tres de sus bisnietos junto a tres tataranietos. Eso es casi la mitad de la familia, aquí en Guatemala se quedaron dos nietos, nueve bisnietos y una tataranieta. El viaje lo prepararon para disfrutar de una navidad con la otra parte de la familia.

Cuando le deseé un feliz viaje, mi abuelita dijo. Este será mi último viaje, siento que ya me voy a morir y ya no te voy a ver. Entonces le dije, si es así, necesito que me dé su bendición y un abrazo mucho más fuerte y tardado. Además, tomémonos fotos con mi bebé y mi esposa para que nos queden buenos recuerdos. Así lo hizo. Vi que tenía la mirada del amor, y con ella disfruté esos eternos segundos de un abrazo con el que sentí que se cubrió todo mi cuerpo. También me dijo, le estoy suplicando a nuestro Señor que bendiga mi oración para que nunca les falte la comida. Que puedan contar con ingresos suficientes pero sin trabajar tanto, porque veo que no están disfrutando de la vida que el creador nos regaló. Estás muy delgado. Inflando el estómago todo lo que pude le presumí que estoy muy gordo y me dijo, Naaa, a mí no me engañas. Veo que todos mis nietos solo se la pasan trabajando y trabajando. Se quedó un momento en silencio. Respiró profundo y afirmó, yo sé que van a estar mejor, Dios lo prometió hay que tener más Fe. Quien es bueno de corazón y hace las cosas con honestidad siempre tendrá lo que necesita para vivir, además, Dios nos concederá todas las demás cosas, sólo hay que tener más Fe. Que Dios les dé más sueños a los que les dan trabajo para que no haga falta. Luego de conversar un rato, la llevaron al aeropuerto y así se fue. Este fue el inicio de su nueva experiencia de viaje.

Ya en Estados Unidos, participó de la algarabía de su llegada. Como no lo hacía desde hacía varios años, bailó y convivió con cada miembro de la familia regalando una sonrisa y participando de las actividades a las que le invitaron, se incluye el nacimiento de un nuevo tataranieto. Pero algo la inquietaba, me comentaron mis hermanas que solicitó suspender el viaje. Quería regresar a Guatemala. Se lo pidió también a mi mamá. Pero le convencieron que no era conveniente porque el viaje estaba preparado para llegar a navidad.

En una de esas visitas, ocurrió un accidente, ella vio mal una grada y se cayó de espalda. Mi hermana la llevó al médico y luego de las evaluaciones con aparatos concluyeron que no había nada de qué preocuparse. La fiesta de su llegada continuó. Luego de una fiesta para celebrar su cumpleaños, participó de otras visitas familiares. Muchas fotos, mucha comida.

De pronto, se empezó a sentir mal. Síntomas de resfriado común pero en el periodo de pandemia se sospechó que ambas, mi mamá y mi abuelita se habían contagiado de COVID19, la fiebre pasó los 38 grados centígrados. Pero los resultados médicos fueron concluyentes, no tienen COVID19, tienen un virus que es común en los niños, se llama virus respiratorio sincitial (VRS) y puede ingresar por los ojos. Este virus causa bronquiolitis y neumonía en niños y bebés, y los síntomas duran en promedio entre 5 y 7 días. El tratamiento que se les dio fue ibuprofeno y medicamentos para la gripe. Sin embargo, contrario a la recuperación de mi mamá, mi abuelita no mostró signos de mejoría después del octavo día.

Allí nos enteramos que el VRS puede ser peligroso para ciertos adultos mayores cuando tienen una enfermedad crónica degenerativa. En las consultas realizadas por internet se alertó que ocurren síntomas más graves en las personas con enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC). Asimismo, por insuficiencia cardiaca congestiva (cuando el corazón no puede bombear suficiente oxígeno a los tejidos del cuerpo). Mi abuelita había sido diagnosticada con Fibrosis pulmonar en su cumpleaños 91 y la enfermedad había avanzado más en los siguientes 5 años. Los exámenes también revelaron que tenía insuficiencia cardiaca y que su corazón vibraba en lugar de palpitar, haciendo un mayor esfuerzo para enviar sangre y oxígeno al resto del cuerpo. Nos explicaron que su corazón tenía mucha dificultad para respirar. Cuando mis hermanas vieron que el oxígeno le hacía falta a niveles peligrosos decidieron llevarla al hospital y así se fue, con tos y falta de oxígeno, buscando una cura oportuna. Fue hospitalizada de emergencia y en cuestión de horas estaba ingresada en el intensivo. Todos fuimos alertados de su condición. En el hospital sugirieron realizar los trámites para su funeral. La resignación nos tocó el espíritu. ¿Será que ella ya lo sabía?

Sin embargo, mi hermana Sarita no se dio por vencida, me llamó y me dijo: Yo sé que la mamita puede salir de esta, solo necesita saber que todos estamos con ella. Mis hermanas solicitaron un permiso especial para poder estar con mi abuelita y les permitieron entrar turnos específicos durante varios días. El nivel de cansancio al que llegaron por cuidarla fue extremo. Aprovechando las ventajas de la tecnología Sarita nos puso en contacto. Mi abuelita tenía un tubo en la garganta y no podía hablar, pero con sus ojos y haciendo el gesto de enviar besos con una mano envió bendiciones a toda la familia. Era fácil percibir que estaba preocupada por mi mamá. Balbuceaba algo, era la petición de que cuidáramos a mi bebé. También hacía la petición de que cuidáramos a mi mamá. Ya no veía bien, posiblemente la falta de oxígeno redujo su capacidad visual y las imágenes muy pequeñas en el celular necesitaron que mi hermana le explicara quién estaba en video llamada. Tampoco escuchaba bien. La comunicación con ella en su condición estaba muy complicada. En el turno de mi hermana Edna, me puso en video llamada y me mostró cómo estaba conectada a los aparatos. Las personas del Hospital indicaron que ya no se podía hacer absolutamente nada  así que le quitaron todo y la dejaron únicamente con oxígeno de mascarilla. Explicaron que sólo era de esperar que se “apagara”. Sugirieron trasladarla a un servicio en donde las personas son sedadas para fallecer sin conocimiento. Mi hermana Sarita se opuso, pidió que le pusieran nuevamente los aparatos. Le hicieron varios exámenes, pero el dolor que  mi abuelita sentía era tan intenso, que en la desesperación se arrancó todas las conexiones. Las enfermeras le amarraron las manos. Nos tacharon de ser una familia problemática.

Hablamos todos por teléfono, para tomar una decisión. Sacarla del intensivo o dejarla allí para que los médicos buscaran una oportunidad para curarla. Sin embargo, dijeron que si hacían el intento de curarla, ella sufriría mucho dolor y no le darían medicamentos para el dolor porque son inhibidores; solo atenderían las fallas de cada órgano de su cuerpo, uno a la vez, le llamaron falla multi orgánica, indicaron también que fallecería en soledad. Aunque era una opción, los médicos repetían que no ofrecían ninguna esperanza. Le quitaron todos los aparatos y la sedaron. Unos a favor y otros en contra, decidieron que lo mejor era que la decisión la tomaran los dos hermanos mayores. Mi hermana Edna y yo.  Le dije a mi hermana Sarita que buscara una oportunidad para que yo hablara con mi abuelita en un momento en el que ella estuviera lúcida. Así lo hizo. Le pregunté a mi abuelita por teléfono cómo estaba y me respondió. Mijo, yo no quiero morir en este país. Entonces, sin pensar, le respondí: voy para allá, voy a traerla. Le dije a mi hermana, hay que comprar un boleto urgente. Era lunes, conseguimos un boleto para el día viernes. Mi hermana Sarita le explicó a mi abuelita que yo viajaría para ir por ella y llevarla a Guatemala; ella le dijo: entonces avísale a tu mamá porque hay que preparar las maletas. 

Aquí en Guatemala, solicité los permisos respectivos en la empresa. Les expliqué a qué iba. No me negaron los permisos, pero trataron de que entrara en razón. Ella no podría viajar. Averigüé cuánto costaba un viaje en avión privado. Conseguí un mapa para hacer un viaje en auto, me indicaron que tenía que ser un auto grande para que viniera acostada en un viaje de por lo menos 15 días, el problema a resolver era que un tanque de oxígeno solo dura 5 horas. Solicité cotizaciones para un posible traslado en ambulancia del aeropuerto hacia la casa. Solicité el apoyo de un compañero de trabajo médico para que me ayudara a comprender lo que estaban diciendo sus colegas del hospital allá en Estados Unidos.

En video llamada nos pusimos todos en contacto. Los médicos explicaron que la fibrosis pulmonar estaba muy avanzada. Tenía retención de líquidos porque sus riñones ya no funcionaban. No podía tratarse porque los medicamentos reducían su ritmo cardiaco y eso provocaba falla multi-orgánica. Su corazón estaba muy débil. Solicitaron autorización para sacarla del intensivo y llevarla a una casa de descanso final. Les pregunté qué ventaja había de llevarla allí, si de todos modos moriría en soledad ya que me explicaron que sólo recibiría visita de una persona en una hora específica del día. Era lo mismo si se le dejaba en el Hospital hasta que yo llegara. Pregunté si era probable que la mantuvieran sedada allí en el hospital  hasta el viernes. Dijeron que estaba a punto de fallecer, que el boleto del viernes era innecesario si siendo lunes no se podía trasladar para el día martes. No daban esperanzas más allá del miércoles. Les pedí que por favor, la llevaran a cuidados intermedios y la mantuvieran sedada hasta que yo llegara. Hablamos de reducir el dolor al mínimo. También solicité que permitieran las visitas de la familia. Aceptaron 3 visitas máximo cada vez. Mi hermana Edna también estuvo de acuerdo y así lo pactamos. Mi hermano Henry aquí en Guatemala, también solicitó permiso. Viajaríamos los dos.

Mi hermana Sarita nos informó, que ya en cuidados intermedios observó una mejoría en mi abuelita. Sólo con la noticia de que viajaríamos para ir a traerla le dio más momentos de lucidez. Dormía 20 horas, pero en momentos cortos, recibió la visita de todos sus nietos, biznietos y tataranietos. Algunos solo por video llamada. Les aconsejó que nunca olviden lo que sus padres hicieron por ellos. Que todos agradezcan y que todo se debe agradecer. Les dio sus bendiciones con un beso en la frente. Bendijo también a los esposos de sus nietas y a las esposas de sus nietos. Así lo hizo también con las esposas de sus biznietos. Hablé varias veces con ella por video llamada y siempre le recordé que ya iba para allá. Mi hermana Sarita dijo que cuando ella estaba dormida le ponía mi canción y que cuando despertaba preguntaba por mí.

Llegamos a Estados Unidos. Mi abuelita fue trasladada a una casa de descanso en donde estaríamos con ella 24 horas al día. Una enfermera graduada le hizo un examen general. Reunión familiar urgente, con el equipo de cuidados de mi abuelita. La enfermera fue clara. La tendrían sedada todo el tiempo para una transición tranquila. Preguntó a cada uno qué era lo que deseaba para mi abuelita, el equipo de cuidados estaba para lograr el mayor confort de mi abuelita para ayudarle a fallecer sin dolor. Yo fui el último en hablar. Le dije, lo que yo quiero es llevarme a mi abuelita para Guatemala. A eso he venido. La enfermera me explicó que eso era imposible. Según su evaluación mi abuelita tenía los 7 signos de alguien que estaba falleciendo: depende del oxígeno, duerme todo el tiempo, su aparato digestivo dejó de funcionar, igual sus riñones. No habla, No ve, No camina. Para viajar necesitaría superar cinco cosas que estaban más allá de nuestras manos. 1) Dejar de depender del oxígeno. 2) Estar lúcida por lo menos 8 horas para pasar la revisión de migración. 3) Caminar. 4) Comer. 5) Hablar. Sin embargo, ella haría una evaluación más adelante para ver si se presentaba mejoría.

Llegué a la cama de mi abuelita. Le hablé al oído. Le dije ya vine. Ella me preguntó: ¿nos vamos para la Betania? Y le dije ¡Claro que sí! ¡A eso vine! ¿Cómo está usted?  Y su respuesta fue: tengo hambre. Había estado varios días sin comer, porque no tenía suero, ni comida. Desde Guatemala tenía el consejo de darle compotas. Así que su respuesta fue la puerta que estábamos esperando para su recuperación. Mi hermano Henry la saludó y vi como ella le abrazó la cabeza y le dio un beso en la frente.

Inicié a darle cucharaditas de puré. Me indicó que le dolía tragar, así que también le di agua tibia utilizando una cuchara. Mi hermano la cuidó en la noche, yo la cuidé en el día. Mi hermana la cuidó en el día, yo la cuidé en la noche. Veinticuatro horas de cuidado para atender cualquier requerimiento que realizara. Le hice masajes en sus brazos y en sus pies. Al tocar por primera vez su pie izquierdo se quejó de mucho dolor. Al revisarlo detenidamente observé que estaba hinchado y morado, se había golpeado en la cama del hospital cuando por el dolor de la enfermedad y las muchas inyecciones y pruebas de sangre que le hicieron se había desesperado. Tenía los brazos morados de todas las agujas que le inyectaron, por eso en algún momento pataleó y se golpeó los pies en las barandas de la cama. Nadie se había dado cuenta y por eso no había sido tratada de los golpes en ambos pies, eso le impedía caminar; eso y los días en el intensivo sin ningún movimiento. Utilicé ungüento para golpes y le sobé los pies constantemente. Para reducir la tos le di cucharaditas de agua tibia, la cambiábamos de posición constantemente porque le dolía mantenerse en una sola forma.  El día tres dándole de comer con cuchara, me sorprendió cuando me quitó la taza y se tomó la sopa con sus propias manos. Su mejoría era sorprendente, en menos de día y medio, a continuación, logró comer sola. Empezaron a llegar las visitas de sus bisnietos y tataranietos. Esposas de sus nietos y amigos. Los despidió con besos en la frente. Abrazó a mi hermano y lo besó, para despedirlo ya que él debía volver a Guatemala para reiniciar sus labores. Mi hermano y mis hermanas migrantes deben trabajar y por lo tanto, la responsabilidad que tenía de cuidar a mi abuelita era muy fuerte. La consigna fue, ni un minuto quedaría en soledad.

En las horas siguientes mi abuelita ya comía con sus propias manos. La dependencia del oxígeno se hizo menor, bajo de 5 a 3 y una noche me preguntó si ya había cenado. Le dije que sí. Entonces me pidió que la sentara y luego que la llevara al baño. Eso era nuevo para mí, porque no sabía el mecanismo para bajarla de la cama, ya que tenía baranda de ambos lados. Pedí ayuda a la enfermería y llegaron a ayudarla. Al volver a la cama, decidió conversar conmigo, se puso a contarme una historia de cuando ella vendía en la 18 calle de la zona 1 y cómo le habían robado parte de su venta cuando fue a hacer sencillo. Traté de reanimarla para que no tuviera solo recuerdos tristes.

En la mañana siguiente, su desayuno fue más completo y al día siguiente, ya pudo comer fuera de la cama. Lo que vino a continuación fue la pregunta constante “ya nos podemos ir”, fue difícil mantenerla acostada. Para lograr la autorización de viajar tuvimos que mostrar evidencia de que ella podía ir caminando al baño, cepillarse los dientes, estar lúcida y declarar con su propia voz su interés de volver a Guatemala. Ante el asombro de autoridades a cargo de su salud en aquel país, se inició el proceso de viaje. Con alegría apoyaron todas las gestiones, ya que por las restricciones sanitarias, los vuelos eran escasos y no habría posibilidad hasta el otro mes, pero este era un caso sorprendente. Gracias al apoyo de una ONG que se encarga de cumplir los sueños de personas de la tercera edad, fue posible garantizar los boletos en una aerolínea muy conocida y a partir de allí, la emoción nos embargaba. Hizo ejercicios en las muñecas utilizando una pelota, le sobé los pies con balsámico, esperó por la ventana la hora de la llegada, salimos al patio, dimos la noticia a la familia y enviamos saludos por video llamada. Preparamos maletas. No fue posible encontrar un concentrador de oxígeno permitido por la aerolínea. El tiempo de prepararnos para el vuelo fue muy corto. Salimos a las 10 de la noche por una puerta adornada con globos, de un lugar en donde lo común es que las personas salgan en ataúdes. Así se fue, dejando detrás de sí corazones inflamados de fe. El reto: lograr que su corazón que vibraba en lugar de palpitar, soportara los 12,000 metros de altura durante el vuelo, algo que incrementa la demanda de oxígeno de cualquier persona en condiciones normales. Le expliqué lo que debíamos lograr. Ella me dijo, vamos. Dios nos acompañará. Firmé todos los papeles que fue necesario para hacerme responsable del viaje y de su tratamiento farmacológico al llegar a Guatemala.

Reto 1 superado. Aguantó un viaje de tres horas del lugar en donde estaba hacia el aeropuerto de Los Ángeles. Mis dos hermanas nos fueron a dejar y se quedaron con el corazón en la mano. Se le hincharon los pies debido al viaje sentada, pero todo iba bien. En el aeropuerto pasamos los controles migratorios sin problema. Se nos preguntó el motivo del viaje. Documentamos las maletas. Demostramos los resultados negativos de las pruebas de Covid-19. Reto 2 superado. Dos horas de trámites migratorios y de espera para ingresar al avión. Yo iba más nervioso que estudiante en examen privado. Llevaba medicamentos por si ella manifestaba ansiedad. Era un medicamento tan fuerte que podría dormirla si me pasaba de 0.25 mililitros. Cuando estuve sentado en el avión inicié el conteo regresivo. Lograr reducir su demanda de oxígeno con medicamentos tranquilizantes. El avión despegó y cuando llegamos a la altura de soltarse los cinturones, ocurrió lo esperado. Ella se quitó la mascarilla N95 que era obligatorio portar y me dijo que necesitaba aire. La traté de tranquilizar y le di el medicamento, 0.25 mililitros; el medicamento debía calmarla por 4 horas. El efecto solo le duró 30 minutos. El plan B era un medicamento más fuerte, en igual cantidad. Abrí la maleta, saqué la caja, preparé la jeringa y cuando saqué el frasco sentí lo húmedo del medicamento en mis manos. Por tantas vueltas que dio el equipaje, durante las revisiones de migración, el líquido se salió del frasco. No hubo posibilidad de darle algo más fuerte. “Mamita, tiene que aguantar”, le dije. Todo estaba en las manos de Dios. Ella se quitaba la mascarilla y yo tenía que tranquilizarla y volvérsela a poner. Una azafata del avión me recordó que ella tenía que llevar puesta la mascarilla. Hice todas las oraciones que caben en 5 horas de vuelo. El oxímetro de pulso fue marcando su producción de oxígeno: 92, 91, 89, 87, 81, 77, 73. Cada vez que el oxímetro bajaba un número mi estrés se incrementaba. Le pedí a Dios que no bajara más. Le acaricié su pelo, la traté de relajar, le sobé las manos. Si tan solo se pudiera acostar, pero no era posible, en un avión comercial era necesario que soportara sentada. Noté que ella estaba también pidiéndole a Dios. Las cosas pasaron para que lográramos poner todo en las manos de él. No queríamos entrar en pánico y perder la calma. Así que lo dejamos todo en las manos de Dios. Mi abuelita durmió. Yo me asusté, pero empecé a sentir que mis manos también se durmieron. El medicamento que se había regado, había logrado absorción a través de la membrana celular de mi piel. A continuación empecé a sentir dormidos mis labios. Sentí paz. Recordé cuando Jesús les preguntó a sus discípulos ¿Por qué tienen miedo? Confié que los vientos dejarían de soplar, total Jesús nos tenía en ese vuelo.

Pasaron ofreciendo comida. Pedí yogurt, le di unas cucharaditas. Le di agua pura y miré el reloj. Ya no le puse el oxímetro. Recordé todo lo que había pasado. Como la encontré y cómo se repuso para el viaje. Los abrazos de todos, los consejos que me dio mi sobrino David antes del viaje. La esperanza de volver a su casa. Le hablé al oído. Todo va bien, mamita. Dios nos lleva a casa.

El piloto habló por altavoz: Damas y caballeros el avión acaba de ingresar a territorio guatemalteco, para acercarnos a su destino. Iniciaremos el descenso el cual tendrá una duración aproximada de 20 minutos. El vuelo tendrá la duración esperada de cuatro horas con cuarenta y siete minutos. Ha sido un gusto que decidieran viajar con nosotros. Les solicitamos llenar los formularios de migración uno por familia, para evitar contratiempos en migración. Recibí la boleta y la llené. Mi mamá también había viajado en el mismo avión, pero le tocó un asiento varias filas atrás. Nosotros ocupamos las posiciones 3 y 4. No fue posible lograr que viajáramos juntos con mi mamá.

El avión aterrizó. Reto 3 superado. Salimos del avión esperando que los trámites migratorios de ingreso fueran más rápidos. Al intentar pasar el primer filtro, nos revisaron resultados de las pruebas de Covid-19. En el segundo filtro, nos revisaron las boletas de ingreso y cuando presenté una por familia, me recordaron que se llenaban de forma individual. Me dieron dos boletas vacías y tuve que llenarlas allí mismo. El tiempo apremia pero los papeles se traspapelaron. ¿En dónde está la autorización para llevar medicamentos? Al final fuimos por las maletas. No estaban. Llegamos de último y ya no hay muchas. No recuerdo el color, al final las encontré, pero los guardias pidieron que demostrara que eran nuestras porque según observaron no teníamos seguridad. Pasaron otros 30 minutos en salir del aeropuerto. Llamé a mi hermano. Él ya estaba preparado con la ambulancia y con el oxígeno para trasladarla a la casa. ¿Quién irá con ella en la ambulancia? Iré yo, les respondí. Mi hermano se llevó a mi mamá con las maletas.

Escuchar la sirena, ver desde otra perspectiva las calles de la ciudad. Utilizar la vía exclusiva del transmetro. Ver con el oxímetro cómo subía la saturación de oxígeno. Ya está en 97 me informaron. Mi abuelita les recriminó: no brinquen tanto que duele. Entonces supe que todo estaría bien. Llevaba horas sin hablar. La acostamos en el sofá. Esperábamos una camilla muy pronto. Mientras tanto, mi abuelita se acostó y durmió. Yo me paré porque estaba en cuclillas. Le di gracias a Dios y me puse a llorar y no me podía contener. Me llamaron por teléfono mis hermanas y no pude hablar. Les pedí con señas a mis sobrinos que hablaran y explicaran que llegamos bien. Mi voz se negó a salir. Solo podía llorar. Mi mente estaba llena de agradecimiento a Dios por el milagro que acababa de presenciar.

La recomendación de mi hermana fue que me pusieran a dormir. Lleva 96 horas sin dormir, les dijo. Hice caso. Dormí 10 horas. Cuando desperté fui a ver a mi abuelita. Tenía la mirada del amor y se percibía paz en su interior. Vi que estaba recibiendo visitas. Les daba bendiciones a mis sobrinos, estaba dando besos por doquier. Habló con mi esposa, jugó con mi bebé. Ella y mi esposa jugaron con el teléfono haciendo caras, sacando la lengua y poniéndose orejas de perro con esas aplicaciones del teléfono que permiten ponerse máscaras de animales o de payasos. Le pedí a mi abuelita que hiciéramos un video para informar a quienes nos ayudaron con el viaje que todo había salido bien. Así lo hicimos. Quienes vieron el video, no lo creían. Mi abuelita abrazó a quienes llegaban, porque todavía tenía biznietos y tataranietos por saludar.

Entre la alegría de todos por verla bien, me dijo. Mijo, yo estoy muy mal. He estado soñando mucho. Le pregunté a Dios si ya me tengo que ir y me dijo que sí. Se me tienen que hinchar los pies, después se tiene que subir la hinchazón a la cintura y luego me tiene que subir a la cabeza. Allí tengo que decir adiós. Entonces le dije, pero ahorita no tiene los pies hinchados. La veo mejor que cuando estaba allá en Estados Unidos. Me dijo, yo estoy luchando, pero no sé cuánto pueda aguantar, porque el Señor ya me llamó. Sabe qué, le dije, entonces vamos a dar un paseo por la colonia. La emponchamos bien, preparamos la silla de ruedas para que tuviera los pies horizontales y la llevé a dar una vuelta por la colonia. Estuvimos en el parque y jugamos, ella con su silla de ruedas y mi bebé con su carrito de empujar. Me dijo, te encargo a los chiquitos. Enséñales que nunca olviden los favores. Enséñales que todo, absolutamente todo, se tiene que agradecer. Le he pedido a Dios que cada día que amanezca se levanten con más fe. Pero no olvides aconsejarlos.

Volvimos a la casa. Era el turno de mi hermano para cuidarla. Verifiqué que cumpliera con cada medicamento que le recetaron desde Estados Unidos, ya que trajimos todo lo necesario desde allá. Me fui a dormir. Al día siguiente nuevamente fue mi turno para cuidarla. Pasó el día durmiendo. Llegaron tres últimas visitas de sus biznietos. La última en llegar fue una de mis cuñadas. Seguía dormida. Le puse en mi celular su canción con bajo volumen y al oído. No sé qué estaba pensando.  Imagino que oraba al Señor, porque una lágrima lloró. Le tomé la mano y le dije, mamita, aquí estamos todos. No se preocupe. Aunque en realidad, yo sé que alguien faltó. Vi su mascarilla de oxígeno que dejó de inflarse poco a poco y así se fue.

Me quedo con su fortaleza. Me quedo con su fe. Me quedo con su humildad. Me quedo con el recuerdo de que ella nunca tuvo nada, y sin embargo, siempre lo dio todo. Me quedo con su pregunta ¿Ya comiste?, porque durante toda su vida siempre hubo un plato servido para el que llegaba de visita. Me quedo con su mirada y con su paz interior. Me quedo con su bendición. Me quedo con su amor, de ser su nieto y al mismo tiempo ser su hijo. Me quedo con el milagro del año 2021 y con Dios, que hizo posible que ella volviera a dormir en su morada.



Mi identidad





Tengo rasgos y características que me diferencian de los seres humanos nacidos en otros países. Aunque esos rasgos y características son circunstanciales, no puedo negar que conforman un todo articulado que resulta de mi comida, mi cultura, mis tradiciones, mis valores, mis creencias, mis ideas y mi tiempo. Mi identidad es lo que me gusta y lo que no me gusta. Lo que acepto y lo que rechazo. Tengo una identidad nacional y mis pensamientos y mis sentimientos se fueron formando a la par de los acontecimientos y de los factores sociales que constituyen el medio en el que me ha tocado vivir como individuo y como familia.

Mi identidad es dinámica como dinámico es el acontecer. Mi identidad es conciencia, porque el conocimiento adquirido me ha permitido construir un destino y un objetivo de vida. Mi identidad es una idea de la realidad y una visión de mi futuro. Mi identidad es memoria, pero también lo que yo decido hacer con mi libertad. Si el pasado no fue de mucho apoyo para el desarrollo no lo olvido, pero reconozco que mi identidad se moldea y se enriquece con cada trozo de papel que escribo para dejar plasmada en este lugar mi propia historia. Mi identidad también me dice que lo que siento y lo que me interesa coincide con lo que te interesa y así descubrí que mi identidad es colectiva. No soy una sombra o un dato frío de población. Soy el resultado de lo que hicieron en este lugar antes de haber nacido, modificado por lo que decidí hacer. Mi identidad es interacción, no es quedarme quieto, no es estática, es acción.

Mi identidad no tiene una sola dimensión. Tiene aportes de creatividad propia y colectiva. Es el camino que me permite actuar  por un mejor proyecto de nación. Mi identidad no es naturalista, como lo planteaba Darwin. No soy un resultado condicionado por la biología como lo escribió Stewart y Newman. No soy producto del determinismo geográfico del clima frío o tropical, ni de las reglas de Bergmann y Allen. No soy la respuesta adaptativa que explicaba Ferembach. No soy la homogeneidad serológica de un grupo sanguíneo hereditario y no modificable clasificado por Ottenberg. No soy el factor mongol que me hace descendiente de los asiáticos. Ni soy polinesio. Mi identidad es la oportunidad de aprender, de cambiar y trascender. Mi identidad no es conformismo, ni fatalismo. Mi identidad tiene un motor de cambio y el cambio nace en mis decisiones. Mi identidad es adolescencia y juventud. Es inmadurez, aprendizaje y madurez. Mi identidad hace que me sienta orgulloso de pertenecer a este lugar, al que llamo mi país. Con sus montañas, sus árboles y sus volcanes. Con sus ríos, sus lagos y sus tulipanes. Soy místico y natural, pero también soy social y tengo una identidad. Soy pintura y soy canción. Soy entereza y soy emoción. Soy ciencia, razón y fe. No soy Australopiteco. Soy maya, soy Xinca, soy garífuna, soy negro, soy mestizo… pero guatemalteco.

Edwin Rolando García Caal
15 de septiembre de 2021 











Una madre en la macro economía de la industria de la construcción

Edwin Rolando García Caal
10 de mayo de 2019

Hoy se celebra nuevamente el día de la madre. Qué regalarle a mi mamá. Esta fecha es tan comercial, que algunas empresas inclusive se han dado a la tarea de encuestar el límite inferior y el límite superior del dinero que los hijos tienen destinado para darle un regalo a su mamá. En Guatemala, un 80% gastarán menos de Q100, un 12% gastarán menos de Q300, un 5% gastarán menos de Q500 y sólo un 3% comprarán un regalo superior. Y me pongo a pensar ¿Cuánto debe costar el regalo para mamá? Creo que tendrá que ser equivalente a lo que cuesta ser mamá. 

Una compensación monetaria para un trabajo realizado que se remunera por producto. Es igual que un sastre, un carpintero, un albañil, una tejedora, un pintor o un alfarero. Ese trabajo no lo puede hacer cualquiera. Es un trabajo especializado. Creo que debe clasificarse desde la macro economía y en la industria de la construcción. ¿Qué van a construir? La respuesta es “hijos”. Pero la suma de estos constituye una nación. Con sus niveles de empleo o con sus cuotas de corrupción.

Como se dijo, la maternidad es trabajo de mujeres. Su sistema corporal y mental está capacitado para llevar el control de todas las necesidades que aparecen en tal tarea. Los hombres no pueden ser madres, aunque muchos luchen por serlo. Se les agradece el esfuerzo, pero el que no nació para cantar, aunque se la pase cantando todo el día, aún con ese esfuerzo no encontrará la armonía. Por otro lado, no todas las mujeres son madres, sólo las que deciden serlo. Algunas de ellas no lo serán, aunque tengan hijos. Trabajar en esta área necesita decisión.

Para ser mamá no es necesario tener un grado académico específico, porque es un “trabajo artesano”. Por eso hay madres analfabetas y madres con doctorado y eso no hace diferencia. Sin embargo, no deben ser igualmente remuneradas. Alguna de ellas será un Picasso y otra pondrá toda la esperanza de sus ingresos en un vaso, en el mercado; en unas vasijas de barro para que uno pueda observarlas a su paso. Quizás una podrá ser la madre perfecta y muchos pagaremos por observar la obra de sus manos. Otras, solamente pondrán su exposición en un aparador, pero tendrán los ingresos necesarios para tener un sueño reparador. 

Habrá madres solitarias que preparan su obra con la sola inspiración de su conciencia. Habrá madres asociadas sobre todo en esta era digital y de la ciencia. Eso también ayuda, pero no condiciona. Son distintas formas de perfeccionar el instinto maternal. Lo que ambos grupos de madres han aprendido es que su labor utiliza grandes cantidades de “tiempo” como su materia prima principal.

Qué deben saber para ser madres. Que los hijos no llegan para reparar lo que está dañado. No son un sellador. Que para ser madre, una mujer debe estar consciente y segura. Que debe tener una riqueza espiritual y personal y que debe estar dispuesta a compartirla a tiempo completo. Para tener triunfos mayores, debe reconocer que el hijo es madera, la madre es la que atornilla los valores. 

Cuando una mujer decide ser madre, acepta abandonar sus hábitos tóxicos, sean estos físicos o emocionales. Debe aceptar que el tiempo es el mejor regalo para los hijos. Que una alta comunicación no debe confundirse con “hablar de cualquier cosa”, sino de un espacio de tiempo suficiente para transmitir consejos claros. 

Debe cargar un metro, para medir el grado exacto de independencia que deben tener los hijos. La historia nos cuenta que la falta de límites y los límites exagerados echan a perder su producto. La madre debe tener un amor disciplinado. Eso es indispensable para formar los buenos hábitos de sus hijos. Un albañil sin horario no es un albañil honrado. El amor no debe ser pretexto para permitir conductas inapropiadas. 

Las madres, para formar los buenos hábitos deben asignar a los hijos responsabilidades en el hogar. Un ejemplo para lograr todo lo contrario es decir que el único trabajo de los hijos es estudiar. Eso no es algo que ellos decidan. Los hijos no deben tener “poder”, hasta que logren poder valerse por sus propios medios. Eso sí, no hay que confundir el poder con la prudencia. Decidir en qué momento hacer algo o cuando dejarlo de hacer es prudencia, eso garantiza la seguridad. Sin embargo, una madre jamás deberá aceptar que un hijo decida dejar de estudiar.

¿Qué hizo mi mamá? Me diseñó una rutina de hijo. Me dijo a qué hora dormir. A qué hora lavarme las manos. A qué hora lavarme los dientes. A qué edad podía tener novia. A qué hora hacer los deberes escolares. A qué hora lavar los trastes, a qué hora barrer la sala, a qué hora arreglar mi cama. A qué hora podía jugar y qué tipo de comida podía comer. Eso me formó, pero lo que más me impactó fue su enseñanza de las contradicciones. Me enseñó que lo que está permitido, no siempre está permitido. Y qué les parece. Aquí estoy. Tuve 3 juguetes, ella me dijo que no necesitaba más. Aun así me hizo regalar alguno. Explicó que era para aprender a dar.

Los tiempos cambian, algunos dicen que las madres de ahora no deben criar a los hijos con las costumbres del pasado, pero he descubierto que eso no es cierto. El desarrollo físico de los hijos no ha cambiado, los años siguen siendo años y los niños siguen siendo niños. Con el mismo crecimiento físico y emocional. Con los mismos cambios en la adolescencia, con las mismas necesidades para formar su conciencia. La adolescencia sigue siendo el tiempo de las metas y el resto de la vida para poderlas alcanzar. Ahora, como siempre, las madres deben enseñar que existe una falsa realidad y que sólo sirve para entretener, porque no es de verdad.

Mi madre me enseñó a abrir el corazón, y después de muchos años de vida compartida, he descubierto que no es el precio de un regalo, simplemente soy yo, su mejor remuneración.






ADIOS
Lo tengo todo planeado. Te tomaré del brazo y vestido con tu mejor ropa te llevaré al patio de la casa. Sentado en tu banca preferida te tomaré una foto para que me quede de recuerdo. Caminaré a tu lado los casi diez kilómetros que hay que caminar para llegar a la parada y allí nos detendremos.
Tú me llevaste por la vida. Yo no conocía nada. De tu mano llegué a todas partes. Todo lo que no sabía, te lo pregunté. Fuiste mi mejor apoyo.
En la parada veremos pasar los carros. Cada uno con prisa por llegar a su destino. Esperaremos el bus. Cualquier bus de pasajeros. No importa el destino.
Destino. ¡Qué palabra tan extraña! Tú me enseñaste que uno debe planear todo, por sencillo que parezca. Por ti aprendí a ser analítico. No tengo nada que decir de mi éxito profesional. Siempre tuviste la razón. Al caminar por la vida descubrí lo importante que es tener en quien confiar.
Pero cometiste un error. Empezaste a olvidar. Es razonable. El nombre de las cosas se olvida poco a poco. Con 84 años encima es difícil recordarlo todo.
Recuerdo que en más de mil oportunidades mi madre dijo que no tenías hígado. Nada te enfurecía. Siempre tenías que buscar la explicación de los acontecimientos. Siempre tenías que pensar qué era lo correcto. Todo, para ti, tenía su razón de ser. A veces creo que hasta tus abrazos eran planificados. Sabías que era importante que yo recibiera cariño y por eso me abrazabas y me decías: “Te quiero”.
Cuando era un niño me compraste sólo juguetes educativos. Esos juguetes que propician el razonamiento lógico. Gracias a ti aprendí a conocerme tal cual soy. Sé que no tengo paciencia. Por eso rompí mis cuadernos y quebré los juguetes. De grande somaté las sillas y rompí los vasos. No tengo paciencia.
En la carretera seguirán pasando los carros. Esperaremos un bus pulman. Quiero que tu viaje sea cómodo. Cuando el bus detenga su marcha por la señal de mi brazo, sabré que ha llegado el momento.
Con un billete de cincuenta quetzales le pagaré al piloto. ¿Hasta dónde? No importa. Hasta donde se baje el último pasajero. Gracias a que lo olvidas todo, sé que no reconocerás la ciudad. A tu edad ni siquiera sabes cómo volver a casa. Ni siquiera recuerdas cómo te llamas. Sin un centavo en la bolsa sonreirás conmigo por la ventana y mientras el bus se aleja te diré: Adiós, adiós papá… hasta nunca.
Autor: Edwin Rolando García Caal


SE NEGÓ A SENTARSE

Buenas dijo Doña Berta al subir. Olvidé lo que era abordar un bus público. Todo lo que se aprende. Encerrado en mi vaivén, viajé desde hace más de 10 años en un sedán en donde no se dan estas experiencias. Ella gritó porque quería subir por la puerta trasera. Silbaron para que el piloto oyera. Extendió sus brazos y gritó muy fuerte, "agarráme las manos, vos patojo".  Al llegar a la primera fila le ofrecí un asiento vacío detrás del cual yo iba de pie, pero haciendo un ademán gracioso, señaló que quien estaba a la par del asiento era  gorda. Dijo "así estoy bien". Esta persona, sin notar la referencia, se puso de pie y la invitó a pasar. "No gracias mijita, de pie me siento mejor" contestó.

Me asombró que doña Berta fuera sola, pues siendo de la 3a edad, estoy acostumbrado a verlas del brazo de alguien o detenidas de un bastón. "Tengo 74 años", me refirió. "Ahorita voy a vender por ahí... llevo galletas y también ginsen, pero del verde, por los clientes que tengo". ¿Setenta y cuatro años?, pregunté para mi. ¿Será que ella se está tomando el ginsen? repregunté en mi memoria. Observé sus brazos y su tez. En apariencia, no se veían los 74. A lo sumo 65. "Vieras que ayer corrí una camioneta de Zacapa. El chofer me engañó porque dijo: seguíme, a 3 cuadras voy. Mentira, porque lo tuve que correr 10 cuadras. Y no me compró nada, porque tenía que echar gasolina, me dijo. Gracias a Dios, sus hijos me compraron una caja. A 70 les ofrecí, pero luego les dije, como veo que son pobres se las dejo a 50, porque uno de pobre tiene que ayudarse; ya Dios me socorrerá por otro lado".

Vi las galletas en su pequeña canasta de colgar. ¿Cuánto cuestan? pregunté. "25 quetzales, pero como veo que sos pobre, a 15 te las dejo, ya por otro lado Dios me socorrerá. Si me comprás, me vas a echar la bendición, pues será la primera venta de hoy". Desde mis adentros yo quería echarle la bendición, pero no en sus galletas, sino para que el corazón del resto de la gente sintiera esa sensación rara que recorría mi interior. Aquí hay lugar señora, gritó el ayudante. "Gracias, mijito, aquí voy bien". Y se negó a sentarse. "Voy con vos; no hay mucha gente que le ponga atención a una vieja como yo. Además, que se sienten los cansados. Yo todavía quiero echarle pa' lante.

Me dijo mijo ayer, por teléfono,  él tiene 50 años. ¿Cómo estás mama? - Cansada mijo- le contesté. ¿Y cómo no? Dijo, si ya casi te vas a morir. ¡Cálllese! Le dije y le tiré el teléfono. Hoy temprano, como se le remordió la conciencia, me llevó una bolsa, ¡Ahora si vas a comer pollo!" me gritó. Esos mis hijos".

"Tengo otro de 48, el pobre si necesita ayuda. La mujer está chineando, dos meses tiene la criatura. Él me dijo: no tengo dinero ni para echarle gasolina al taxi. Tomá le dije. Le regalé 50. -No mama ¿cómo los voy a aceptar? Cállese le dije, ya por otro lado Dios me socorrerá". Yo tengo una mi nieta, que me ayuda. Cada mes me lleva mis 300 quetzales.

También regañé a los hijos de este mi hijo el taxista, ¡Ustedes no tienen verguenza!  Una hija ya está casada y con el marido viviendo allí.  Mirá vos mijita, ya es tiempo que agarrés a tu marido y empesés a buscar otro que los mantenga; tu papá está pasando penas y nada que lo ayudás". "Sshiiii, me decía mi hijo, ¡Cuentos! le dije yo. Ya es tiempo de decirles que son unos mantenidos. Sshiiii, me decía mi hijo".

Sólo un paquete de galletas lleva -pregunté-. "Sí, es que tengo que juntar para ir a comprar mi venta de hoy, si me lo comprás me vas a echar la bendición".- Me lo llevo, es que ya me tengo que bajar- le informé.  "Ah, que bueno, te vas con cuidado, y nada de andar con enojos, porque yo por eso tengo piedritas en los riñones, me dijo el doctor". No se preocupe, fue mi respuesta. Y cuando pagué, sentí que no estaba pagando las galletas, sino una dosis de optimismo. De esas que hacen mucha falta, sobre todo en este ambiente en donde hay quienes pudiendo estar de pie, quieren sentarse.

En este ambiente, personas adultas y aún jóvenes sienten que ya no pueden hacer nada por la vida, que se les terminaron las opciones, que no les espera nada más que un profundo fracaso. En estos días, hay personas, hombres y mujeres, señoritas y jóvenes, que en lugar de dar, están pensando en exigir esos derechos que les permiten recibir. ¡Aquí hay lugar! Le dijo una señora tocándole el hombro. "Gracias mijita, aquí voy bien" escuché que respondía cuando me bajé. Ella sencillamente, a pesar de su edad, a pesar de su condición de mujer, a pesar de su condición de no tener, se negó a sentarse.
Autor: Edwin Rolando García Caal



842 gradas

Capítulo I. El principio

Me llamo Rubén Icucú. Esta es mi historia. Cuando tenía 6 años de edad, mis padres decidieron dejar de alquilar y se mudaron a su casa propia. Ventaja diría cualquiera, pero no es cierto. Resulta que a falta de recursos económicos, ellos habían logrado un terreno en la base del puente de El Incienso. Sí, eso es en la zona 3 de la ciudad capital de Guatemala.

Al principio mi vida parecía divertida. Pero cuando asistí a la escuela primaria, me di cuenta de un gran problema. Para llegar a donde pasaba la camioneta, tenía que subir 842 gradas. Claro que lo sé bien. Las conté día a día durante 15 años.

Mi vida era un martirio, todos los días tener que subir esas 842 gradas, sin la esperanza de que un día ya no estuvieran. Cuando se me hacía tarde para ir a la escuela, tenía que subir corriendo, y como se podrán imaginar, al llegar a la calle principal, mis zapatos estaban lustrosos. Claro, los había limpiado con mi lengua. Había días en que mi mamá nos llevaba casi arrastrados a la escuela. Aunque el que salía ganando siempre era el más pequeño porque ella, por lástima lo cargaba y él ya tenía 7 años.

Odiaba el lugar en donde vivíamos,  y sin embargo mi mamá, parecía resignada. Lo bueno era que mis dos hermanos y yo, compartíamos ese sentimiento. Ella tal vez, porque había quedado viuda cuando yo tenía 8 años. Y la esperanza de tener más ingresos parecía desaparecer. Ella vendía chuchitos y para colmo de males, los vendía de cantina en cantina. Como se podrán imaginar, había dos pretextos para no acompañarla.

Recuerdo cómo nos quejábamos cuando teníamos que ir a la tienda. Pero como para todo existe motivación. Esas ingratas gradas fueron la campanita que sonaba en mis oídos para que yo lograra salir adelante. Al salir de sexto primaria me propuse una meta. Comprar mi casa en un lugar en donde no tuviera que subir ni una sola grada.

Capítulo II. Planes y realidades

Mis notas mejoraron, mis estudios terminaron y como la vida premia el esfuerzo, me hice un profesional, al igual que mis hermanos. Pero yo no soporté tanto tiempo como ellos. A mis 21 años de edad, ya había ahorrado lo suficiente para comprar un terreno en un lugar plano. Bueno, eso creía. Ya que mis sueños se vieron truncados.

Ahorrando al máximo, incluyendo el bono 14 y el aguinaldo; y trabajando mis vacaciones para tener doble pago, sólo logré ahorrar siete mil quetzales. Coticé por aquí, coticé por allá y nada. Desde Amatitlán hasta Villa Nueva; desde El Milagro hasta Ciudad Quetzal; desde Ciudad San Cristóbal hasta Santa Faz. Un terreno sin ninguna construcción costaba como mínimo veinticinco mil Quetzales. Imaginen cuánto costaba una casa. Así que tuve que conformarme con poco.

Compré un terreno lejos de la ciudad, en otro departamento. Me costó exactamente siete mil. Soñé construir lo más pronto posible, aunque eso significó ahorrar en todo. Pero la motivación siempre estuvo presente: “842 gradas”. Dibujé el plano de mi casa en el recibo del terreno.

A mis 23 años ya tenía un ahorro equivalente al precio del terreno y eso que ahorraba casi el 90% de mi salario.

Entonces vino lo inesperado. Mi novia resultó embarazada. Claro, eso es lo más normal del mundo, pero en otras circunstancias. Ahora imaginen a una mujer de 6 meses de embarazo subiendo “842 gradas”, ni modo que llamáramos un “tuc tuc”. Para colmo de males ella resultó ser de otro departamento y viviendo en casa de huéspedes. En fin, en la universidad uno no pide la respectiva hoja de vida para esos menesteres.

Mi salida se apresuró, construí lo que se puede con siete mil quetzales. Un modesto cuarto de madera y el respectivo cambio de planes. Jamás pude volver y retomar el camino de mis metas. Los pañales y la ropa, la medicina y el pasaje, los estudios y la U. Cada aumento de salario parecía desvanecerse como vapor de agua. Sin embargo, siempre luché. Mis hijos no tendrían jamás, que sufrir lo que hacían sentir aquellas “842 gradas”. Al poco tiempo dejamos de tener piso de tierra, paredes de madera, techo de lámina. Hasta llegó el día en que aparecieron en la sala los famosos sillones de pana.

No crean que fue fácil. Ahorré mil  desayunos y diez mil almuerzos. Miles de pantalones y cientos de camisas. Miles de zapatos y cientos de aparatos.

Capítulo III. Los caminos de la vida

Mis hermanos vivieron otra vida. El segundo cumplió 25 y decidió marcharse hacia Estados Unidos. Se fue mojado. Allá construyó su familia y según dice, nunca tiene dinero. Lo único que le hemos conocido son los cien dólares que mensualmente le manda a mi mamá. Un día, me enteré que había comprado una casa de un millón de dólares. Eso no podré confirmarlo hasta no viajar hacia donde él se encuentra. Mi hermano pequeño, sigue allí en la casa. Aunque mi mamá me cuenta que sólo lo ve salir a las 5 de la mañana y volver a las 10 de la noche. Sigue soltero y dice que estudia, pero aún no sé donde. Mi mamá me informa que el único día que habla con él es el domingo. Antes de que ella vaya a misa. Al volver de la iglesia, ya no lo encuentra.

Mis hijos en cambio sí han estudiado. El grande cumple hoy 23 años. Por eso me recordé del pasado. Con ellos me ha ido bien. El mejor regalo que “el grande” me pudo dar es que hoy precisamente cerró pensum en la universidad. Él será un Auditor. Sus hermanas también van por el mismo camino. Yo, pues no pude seguir estudiando en la U porque como comprenderán había muchos gastos; siempre apareció lo inesperado.

Pero ahí vamos, mi esposa sí estudió inglés. Ella es traductora jurada. Aunque un poco biliosa. Jamás se pudo llevar bien con mi mamá por ese su carácter. Eso ha hecho que casi no la visite. Eso y las “842” gradas. Mis hijos me han dicho que ni locos, bajarían a visitarla. Y si no es porque mi mamá viene a vernos, ellos no conocerían a su abuela. El único día en que las dos se pueden reunir es el 10 de mayo, porque casi siempre hacemos una convivencia familiar aquí en mi casa. Ese día, es mañana. De lo contrario, ni en navidad porque hay que visitar a los suegros, que en confianza les digo, es el único tiempo que uso para visitarlos.

Capítulo IV. La verdad

Bueno. Quiero contarles también que la anterior, es una historia que está por terminar. Porque aunque aún no le he contado nada a mi familia, tengo un cáncer terminal. Sin embargo, sé que no es una historia particular porque muchos de ustedes se habrán sentido identificados con los personajes. Es una historia de lo más común. La razón que me motivó a escribirla es que mañana es 10 de mayo.

Es el último día que veré a mi mamá. De mi familia, no tengo remordimiento, porque sé que les he tratado bien. Porque aún con penurias  he hecho mi mayor esfuerzo para que no sufran nada de lo que amargó mi existencia. De mi mismo, tampoco tengo nada que pedir. Viví mi vida buscando el éxito y lo encontré. Además les informo que hijos exitosos hay por montones. Lo que no hay en igual cantidad son hijos agradecidos. Porque ustedes no saben que al igual que yo, muy pocos reconocen detrás de sus triunfos la labor de una madre. 

Mi viejita linda. Por qué será que se me olvidó que cuando yo llevaba mis zapatos lustrosos porque los había limpiado con la lengua, ella también llevaba los suyos igual. Porque yo iba de su mano. Por qué será que cuando yo me quejaba de que tenía que subir esas “842 gradas” jamás pensé que ella llevaba un peso mayor, porque además de su cuerpo llevaba su edad y a veces hasta el peso de mi hermano.

Me salí de mi casa y alivié mi pena, pero ella siguió con la suya, delante de mi indiferencia. Tal vez alegre porque su hijo había triunfado. Tal vez indignada porque no me la llevé de la mano. Yo dejé de subir esas gradas hace 23 años. Ella lleva el mismo tiempo subiendo a comprar el pan. Y de qué sirve que le dé una mensualidad de 500 quetzales si no estoy allí cuando todavía le faltan 50 gradas por subir. Ella tiene 75 años y no me había dado cuenta. El día cuando me dijo que le dolían las piernas, yo le recomendé diclofenaco.  

Tal vez no era eso, tal vez era su forma de pedir que la sacara de allí. Tal vez era su forma de decirme que ya no soportaba subir 842 gradas. Porque los años aquellos en que vendía chuchitos habían puesto sobre sus piernas mil veces más esfuerzo del que yo había hecho. Tal vez era su forma de decir que llevo 23 años de haber olvidado que ella me dio de comer durante igual número de años. Y que otros 23 años me he hecho a un lado del camino para que ella pueda subir 842 gradas en soledad.

Mi mamá ha venido a visitarme. Claro que sí. Y me ha sonreído. Pero quizás no era sonrisa. Quizás era su forma de ocultar que necesitaba más oxígeno para seguir con su prisa. Para subir y bajar aquel camino que detrás de su mano yo vi que era sufrimiento; sin detenerme a pensar que para ella también lo era. Ahora me doy cuenta que sólo solté su mano, pero que ella sigue allí. Mi mamá ha felicitado mi casa, pero tal vez no era admiración. Ella en su forma humilde de ser, ocultó detrás de las exclamaciones, el sueño aquel de poder llevar su casa lejos de las 842 gradas de su diario vivir.

No le diré nada. Para qué ampliar su sufrimiento. Sólo sé decirles que aunque todos me odien, he cambiado el derecho de propiedad de esta casa. He hecho un testamento en donde informo que la he puesto a su nombre, para que un día después de mi partida, ella pueda también dejar atrás, como recuerdos, el sufrimiento de aquellas gradas, que yo como hijo ingrato, ya olvidé.

Autor: Edwin Rolando García Caal

 

Dicksy


Dicksy tenía pocos meses de nacida cuando llegó a la casa de mi mamá. Una perrita cariñosa y juguetona que mi hermano Yoni, el más pequeño, había llevado. Mirála, dijo mi mamá, es muy bonita. ¡Deberías comprar una! Yo sólo sonreí.

Tener mascotas es una gran responsabilidad. Sobre todo para alguien muy ocupado, como yo, que pasa más tiempo fuera de casa que dentro de ella. Incluso los fines de semana.

¡Por Dios! yo no podría cuidar ni siquiera a los grillos que saltan a la casa desde el patio del vecino. Por eso, ni plantas, ni animales. Esa es mi consigna.

Pero la perrita me saludó efusivamente, lamiendo mis manos y dando vueltas al rededor de mis pies. Fue un encuentro casual no correspondido, diría yo. Porque lejos de mostrarle cariño a la perrita, me dirigí a mi mamá diciendo: ¡Pues ojalá que la cuiden!

El tiempo pasó con pocas visitas a la casa de mi mamá. Como las mismas eran nocturnas, la presencia de la perrita pasó desapercibida. Hasta que un día pregunté: ¿Y la Dicksy? Está en la terraza, contestó mi madre. La tuvimos que amarrar porque se salía.

Subí para inspeccionar las condiciones de su cautiverio. En lugar de desconocerme, la perrita saltaba y mostraba aquella alegría que sólo aparece cuando se recibe la visita inesperada de un amigo.

Su efusivo saludo conmovió mi serenidad y por eso acerqué mi mano para permitir que la lamiera. La perrita parecía agradecer el gesto con tanto afecto que realmente sorprendía. Se ve bien. Alcancé a decir.

La Dicksy creció; pero no sé decir cómo. No tuve nada que ver con su alimentación, ni con sus vacunas, ni con sus cuidados. Lo que sí me percaté es que desarrolló un mecanismo para hacerse notar. Cada vez que sonaba el timbre de la puerta, ella ladraba. Tanto mi mamá como mi abuelita, sentían esa conducta como un gran apoyo, ya que por lo amplio de la casa, sus ladridos eran la única forma de saber que alguien buscaba.

Siete años pasaron y lo único que sé es que ella estuvo allí. La oía ladrar cuando yo tocaba el timbre. Pocas veces subí a la terraza y siempre su efusivo saludo conmovió mi serenidad y por eso acerqué mi mano para permitir que la lamiera.

En el año siete pasó lo inesperado. Mi mamá y mi abuelita viajarían a los Estados Unidos, por un lapso de tres meses y siendo el único hijo en el país, pues hombre, alguien tenía que cuidar a la Dicksy.

Me dieron todo lo necesario. Un quintal de alimento para perros y un guacal para tomar la medida. Una medida diaria me dijo mi mamá. Que siempre tenga agua –recalcó– al ver que la perrita se subió a mi carro.

Cuando llegué a mi casa, cerré el portón y la bajé. Corrió como nunca lo había hecho. Aprovechando que el patio es grande, corría de pared a pared, celebrando la libertad. Ya no estaba aquella cadena que por años había aprisionado su cuello.

Los tres meses pasaron luego. Su presencia no cambió mi rutina. Lo único que tuve que aceptar era que llenara mis pantalones de pelo con sus efusivos saludos de bienvenida, pues como si tuviera radar, anunciaba mi llegada dos cuadras antes de escuchar el sonido del carro.

¿Darle de comer? ¿Ponerle agua? ¿Sacarla a caminar? No. Eso no estuvo dentro de mis tareas. Yo sólo recibía su saludo y le preguntaba ¿Cómo te fue vos? Su respuesta siempre era lamer mis manos y mis pies.

Cuando volvió mi mamá, su primera pregunta debió ser obligatoria. ¿Cómo está la Dicksy? Un viaje de su casa a mi casa fue importante para que se cerciorara. ¡Está más gorda! confirmó. Pobrecita de seguro le hacía falta la libertad. ¿Qué le estás dando de comer? continuó. Yo nada, lo único que come es lo que usted le dejó. Te voy a mandar otro quintal –me dijo–. Yo creo que ya no me la llevo, veo que aquí está mejor.

Así sucedió. Todo iba normal. Sin embargo, un mes después de ese día llegué a la casa y no hubo saludo. La Dicksy estaba echada, me miró y continuó echada. Le pedí que bebiera agua e hizo un esfuerzo por beber.

Llamé a mi mamá y le informé. Ella a su vez se lo comunicó a mi hermano pequeño que vive fuera del país. Él sugirió llevarla con el veterinario. Por supuesto, él correría con los gastos, por ser el dueño.

La cara del veterinario me preocupó. Está grave dijo. Es un tumor maligno en el estómago. Nunca había visto uno igual. Por eso no quiere comer, pobrecita. Está sufriendo, concluyó. Le pondré un antibiótico fuerte, que es muy bueno porque tiene desinflamatorio. Esperemos que se reduzca de tamaño y que haga menos presión sobre el estómago. Cuando eso suceda entonces volverá a comer. Llévenla a descansar y la veré nuevamente el domingo.

Considero que eso no es lo mejor, increpé. Yo creo que lo conveniente es que le ponga suero, ya que lleva dos días sin comer, ni beber agua. Yo no sé si los animales, pero uno de humano no soporta tanto tiempo sin alimento. Tiene razón me dijo el veterinario. Por favor, siéntese en la salita de espera, yo la llevaré a que le pongan suero.

El veterinario volvió en seguida. Necesito que alguien de ustedes me acompañe, porque la perra no se deja poner la aguja. Yo creí que por lo grave que estaba sería fácil pero me quiere morder, indicó. Mi mamá sugirió de inmediato, que fuera yo el acompañante, asunto al que accedí.

Le hablé a la Dicksy y le expliqué que era importante lo que estaba pasando. Puse mi mano sobre su sien y de forma mansa se dejó cortar el pelo de la muñeca para colocar la aguja y el suero. Luego le pusieron otras inyecciones. Y la dejé. Vuelvan el domingo por la tarde, dijo el veterinario. Esperemos que para ese día ya esté mejor. Tres días para esperar… El domingo llegamos con el veterinario, mi mamá y yo. Antes habíamos hablado telefónicamente con el para preguntar el horario. Nos citó a las 4 de la tarde. 

Al llegar a la puerta, nos dijo: Tengo malas noticias. La perra acaba de fallecer. No tiene ni dos minutos de que cerró los ojos. ¿Quieren pasar a verla? Sentí una sensación tan fría que bajaba del corazón hacia el estómago. De esas sensaciones que sólo se tienen cuando se muere un amigo. Y me negué a verla. Vaya usted le dije a mi madre. No me siento capaz. Mientras sentía un nudo en mi garganta.

Entonces comprendí lo que había pasado. En mi mente y en mis recuerdos yo a la Dicksy jamás le di nada. No le di de comer. No le di de beber, ni cuidé su apariencia. No dispuse ni de un centavo para lo que ella necesitara. No fui su dueño. Por el contrario recibí su afecto. Un agradecimiento que no entendía. Una felicidad que mostraba cada vez que me veía y una disposición total para lo que yo le pedía.

Cuántos amigos y amigas he tenido en este mundo. Que me dieron su amistad cuando yo les daba puntos. Que me dieron su amistad cuando yo les daba un cheque de salario. Que estuvieron a mi lado mientras pagué su almuerzo o su pasaje. Cuántos aún, fueron mis amigos y amigas mientras yo no olvidaba sus fechas de cumpleaños. Mientras pasearon en mi carro o fuimos al cine. Aquellos que fueron mis amigos porque accedí a acompañarlos a sus fiestas y a sus bailes. Más lejos quedaron aquellos amigos y amigas que caminaron conmigo mientras les hacía sus deberes o les ayudé con sus trabajos. Recuerdo que tuve amigos y amigas a quienes mi pañuelo les secó sus lágrimas y recibieron mi consejo. Pero dejé de hacer eso y me olvidaron.

Mientras que aquella perrita, que no recibió nada de mí, accedió a darme su cariño, de una forma tan incondicional que yo desconocía. Pero los recuerdos me habían traicionado. Porque a aquel animalito, que en apariencia no recibió nada de mí, sin saber, sin querer, sin sentir, yo le di mi corazón. 

Descansa en paz, mi amiga Dicksy.
Autor: Edwin Rolando García Caal


El consejo del Abuelo


Sentado en la silla vieja de siempre, el abuelo reunió a sus nietos y les narró esta historia.

“En el municipio de San Sebastián, departamento de Retalhuleu, vivía un joven llamado Pedro. Él se dedicaba a la agricultura, porque eso le enseñaron sus padres. No estudió porque tenía un gran afán al trabajo. Además, en ese tiempo no existían en el municipio personas dedicadas a enseñar”.

Pedro cosechaba y vendía los productos  en su comunidad.  Allí lo buscaban algunos comerciantes de Quetzaltenango, quienes le pagaban un precio muy bajo e injusto. Se aprovechaban del conformismo y de la humildad de Pedro. Debido a esa situación su nivel económico no superaba.

Cierto día, una persona con buenas intenciones le platicó a Pedro que los productos que él cosechaba eran mejor pagados en Quetzaltenango.  Pedro se interesó en ir a esa ciudad. Quería obtener mejores ganancias en la venta de sus cosechas.

La escasez de transporte también era muy notable en ese tiempo. Pedro no tenía más que una carreta halada por dos bueyes. Miró al cielo y exclamó: “De hoy en adelante, éste será mi transporte”.

Con la carreta llena de productos emprendió su viaje. Su corazón estaba lleno de esperanzas. Se veía a sí mismo vendiendo a mejor precio los productos y obteniendo mejores ganancias.

Una preocupación le interrumpió. No conozco la ciudad -se dijo- además, no se leer ni escribir. Mientras avanzaba empeoraba su preocupación, pero aun así continuó su viaje.

En cada kilómetro recorrido, el cansancio le abatía. Lo único que mantenía vivas sus esperanzas, era la posibilidad de vender a un mejor precio los productos. Al llegar al lugar llamado “Las cuevas”, Pedro se detuvo sorprendido. Nunca había visto algo igual.

Estaba frente a un túnel. Se bajó de la carreta y contempló el túnel hasta que terminó exclamando:

¡La entrada es  grande, pero la salida es chiquita! Él así lo veía. Por la distancia, sólo alcanzaba a ver en el fondo una pequeña luz. ¿Qué tal si puedo entrar pero no puedo salir? Se preguntó.

En la entrada del túnel observó un rótulo. Pedro movía la cabeza. ¿Qué querrá decir eso que está escrito? De seguro explica cómo salir del hoyo, pero aquí no hay nadie que me lo pueda leer. Yo mejor no me arriesgo.

Mientras miraba por la ventana, el abuelo continuó:

“El pobre de Pedro regresó a su pueblo con la carreta llena de productos. Su ignorancia y su escasa capacidad le habían impedido lograr el éxito en su viaje. Por supuesto, no quiso comentar con nadie lo que había sucedido.

Allí estaba, vendiendo barato y ganando poco. Sin posibilidad para cambiar aunque sea una vez al año, sus zapatos. El mejor consejo que podía dar a los demás era decir que estudien.

Uno de los nietos le preguntó:

Abuelo ¿Y Pedro se superó alguna vez? ¡Claro que sí! Respondió el abuelo. “Cuando tenía 35 años decidió participar en un grupo de alfabetización. Compró una casa en la ciudad, sostuvo una bonita familia, y ¿Saben una cosa? Ese Pedro,… soy yo.

La historia la compartió Grini Arabelly Gómez Barrios, maestra de un grupo de alfabetización. Cantón Samalá, San Sebastián, Retalhuleu.
Redacción, adecuación y estilo: Edwin Rolando García Caal


En este día del padre, no incluyan a mi papá


Siempre en los meses de junio yo los escucho muy bien y sé que tienen errores buscándole los de él; en la radio y en la tele, intentan desconocer la labor de tantos padres. ¡Porque hay muchos como él!

Si dicen “irresponsables”, a mi papá no lo incluyan, porque aún no sé de nadie que sea más responsable que este ser que me engendró. Nunca anota lo que ofrece y yo jamás se lo pido y desde que tengo memoria, ha sido la misma historia, me trae lo prometido. ¡Él es un tipo cumplido!

Y si quieren enviar notas por parte del Instituto, para pedirles dinero y convencerlos primero, a mi papá no lo incluyan, porque él sólo me pregunta si lo creo necesario y si le digo que sí, él me lo da con esmero.
 
Si hablan de los padres serios, que infunden respeto y miedo, a mi papá no lo incluyan, porque las veces que río desde que estaba en sus brazos, ha sido por causa de él. Es  tan gracioso que logra que olvide cualquier dilema y aún en medio de un problema, siempre me hace reír, me enseñó que la alegría no es un don, ni una virtud; dice que es una actitud que empieza con sonreír.

Si piensan darles consejo a los padres de familia, sobre como educar a sus hijos, no incluyan a mi papá, porque sus diez mil consejos, antes de mis quince años me han librado de hartos daños y me han enseñado a vivir. Él dice que no se puede caminar por dos caminos, que escoja siempre el correcto si quiero sobresalir.

Recuerdo cuando ese día, me llamó junto a mi hermana, y nos sentó bien cerquita en la orilla de la cama. Preguntó ¿cuál más les gusta, de los jugos tetra pack? Yo dije que el de manzana, durazno dijo mi hermana. Preguntó si era correcto, comprar uno destapado o si es mejor el que tiene su sello de calidad. Al escuchar mi respuesta, igual a la de mi hermana, nos dijo ustedes tienen un sello, se llama “virginidad”, si llegan ya destapados, no los van a respetar.

Le pregunté cuánto tiempo debíamos esperar y respondió con la historia de una olla y un tamal. Hay que esperar a que esté, bien cosido ese tamal, si lo comen medio crudo tal vez les guste el sabor, pero nunca será lo mismo, bien cosido es lo mejor. ¿Y cuando me debo casar? Cuando tengas cuatro cosas. La primera “saber amar”, la segunda “buen carácter”, la tercera “autorrespeto”, y la cuarta “sabiduría para tu dinero muy bien administrar”.

Si hablan del padre duro, al que nada le conmueve, no incluyan a mi papá, que hasta le pasé un pañuelo para que secara el llanto, cuando vimos “El Titanic”, su romántico dilema, y su trágico final.

Si hablan del padre alcahuete que no demuestra carácter, no incluyan a mi papá, que me quitó mi “Nintendo” y no pude ver la tele, hasta mis notas de estudio sobre ochenta mejorar. Y a pesar de aquel castigo, me enseñaba sus poemas, y las canciones que ha inventado nos pusimos a cantar.

Cuando critiquen al padre por las acciones del hijo, no incluyan a mi papá, porque él no tiene ni un pelo de borracho o malhablado, y hasta sería pecado porque él es licenciado.
 
Cuando critiquen al padre, por no atender a los niños, no incluyan a mi papá, porque jugamos “Pinball”, tratando de superarnos, mientras vemos “Boomerang”, o jugamos carreritas, empujando a mi hermanita en su “Bit Will Estelar”. Cuando yo tengo deberes, lo veo saltar la cuerda, jugando con mi otra hermana, cuando se aburre del “Yax”.

Y si señalan al padre que sea profesional, de ser muy materialista, no incluyan a mi papá, que en su afán de hacerme libre, honesto y espiritual, me enseñó sus oraciones y una propia me escribió, para que al irme a la cama, al decir “Dios te bendiga”, pronto me hinque a rezar.

Y por si algunos critican el poco tiempo del padre, quien escribe les suplica, no incluyan a mi papá, pues me pregunta en las noches ¿cómo me fue al estudiar?, desde las diez de la noche cuando acaba de llegar, hasta las doce o la una, cuando el tiempo se nos va.

Cuando hablen de los padres, porque llegan bien cansados, yo con orgullo les digo, no incluyan a mi papá, que con el fin de enseñarme que no debo estar sentado, me reta a jugar pelota hasta que no puedo más.

Si dicen que es altanero aquel que tiene dinero, no incluyan a mi papá, que un albañil le decía que zanjear era difícil y entre las diez de la noche y las dos de la mañana, sacó la tierra que el otro, tardó más de una semana.

Si piensan que el ocupado se vuelve desesperado, no incluyan a mi papá, que mi mamá tarda un siglo poniéndose su vestido, cuando la invita a cenar, y  él con su saco y corbata, gatea con mi hermanita, hasta que ella, risa y risa, se deja por él chinear.

En fin, yo tengo presente su imagen y su confianza y pienso que es muy bonito en sus piernas descansar. Agradezco desde el fondo, del corazón y del alma que me enseñe muchas cosas, mientras me lleva a pasear.

Ustedes critiquen todo, o mejor si se lo celebran, pero tengan gran cuidado, se los quiero suplicar:
 
Cuando le canten al padre “viejo, mi querido viejo”, no incluyan a mi papá, que si le anuncian la muerte sepan que me opongo yo, porque aún espero verlo y por supuesto tenerlo, cuando el papá… sea yo.

Autor: Edwin Rolando García Caal


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Karla Mayén dijo...

Qué hermoso mensaje que nos permite reflexionar acerca de nuestra pertenencia e identidad; pero sobre todo sentirnos orgullosos de ser Guatemaltecos!!! Qué Viva Guatemala!!.