miércoles, 6 de junio de 2012

Lo especial que ha sido para mí


Edwin Rolando García Caal

Sonó el reloj a las 5:00 AM. Me di vuelta porque quería  arrancarle un pestañazo más a la madrugada. Tres minutos después sentí su mano tocando mi hombro con la pregunta respectiva: ¿vas a ir a estudiar? Me levanté de prisa y di gracias a Dios porque si me quedo dormido en la profundidad de ese sueño hubiera perdido un día de clases. Aquí está tu desayuno, me dijo. Unos huevos revueltos, frijoles y café; pan francés y un cereal de chocolate que me gusta mucho. Salimos corriendo. Nuestros destinos: el colegio y el trabajo. ¿Me das 25 quetzales? ¿Para qué? Para la refacción del 10 de mayo. Ok. No hubo gestos, ni reproches. Aunque dar Q25 para una refacción a la que no podía asistir me parece ilógico. En su trabajo sería absurdo pedir permiso para ir a esa refacción.

Regresé a la casa después del medio día. Abrí la refrigeradora y allí cómo siempre, desde que tengo buena memoria estaba el plato de microondas con mi almuerzo. Todo en su lugar. Salí y compré las tortillas. Almorcé. Limpié mi cuarto y me puse a hacer mis tareas. Ese es el trato que tenemos. Yo hago lo mío y le dejo todo el resto del oficio. Lavar la ropa y los trastes, cocinar, barrer y trapear, ordenar. La condición para no hacer eso, que de hecho ningún oficio me gusta, es presentar una tarjeta de calificaciones con buenas notas. Eso no es nada del otro mundo para mí. Mi promedio no ha bajado de 80.

Llegó tarde. Eran las 9:30 P.M. Mientras yo veía la tele, vi su desesperación por buscar unas ginas. Interrumpo sus acciones de inmediato. Tengo que hacer una tarea que no entiendo. ¿Me puedes ayudar? –Dale. Le explico y me explica. Con su ya tradicional forma de agarrar una hoja en blanco y anotar un proceso-grama. Revisa mis libros y mis cuadernos, como buscando en estos la respuesta que no sabe. Gracias a su capacidad de comprensión pronto termina aclarándome lo que no entiendo. ¡Ya me dio hambre! Exclamo. Mientras haces la cena, terminaré mis deberes.

No hay platos limpios. Le toca lavarlos mientras algunas cosas se cuecen en un sartén. Huele bien. Me doy cuenta que la lavadora está encendida, pregunto si puedo apagar el chorro porque parece que ya se llenó. ¡Por favor¡ Escucho que me contesta. Llego a la mesa y todo está bien. En la televisión hay una película interesante. Y mientras comemos y vemos la televisión yo cuento las proezas de mi juventud alocada que busca caerle bien a las patojas. Gracias a que me ha dado la suficiente confianza, puedo contarle cosas por las cuales mi abuelita ya me habría dado unos buenos sartenazos.

Me manda a acostar temprano. Siempre hay una sentencia. ¡Si mañana no te levantas temprano, yo no te voy a despertar! Eso no me molesta. El tiempo nos ha enseñado a vivir en armonía. Todo bien, mientras termina otro día normal. Antes de irme a acostar recuerdo que no ha firmado mi tarjeta de calificaciones. Se la enseño y me da un abrazo. ¡Así está bien! –exclama. Así está bien. Tenemos un trato. Yo tengo media beca por altas calificaciones, pero recibo el dinero del colegio completo. Tengo permiso de quedarme con la diferencia como premio por mis buenas calificaciones. Cuando estoy acostado y con la luz apagada, escucho que entra.

En la oscuridad, alumbrando con su celular revisa que todo esté en su lugar y que no haya dejado la computadora encendida. Si no estoy tapado, extiende una sábana sobre mí, mientras exclama su frase favorita. “Dios te bendiga”. Hoy que estoy recordando estas cosas, reconozco lo especial que ha sido para mí.  Y por eso, por primera vez diré la misma frase: Dios te bendiga… papá.