sábado, 29 de octubre de 2011

Ja, ja, ja ja ja



Uno de estos días me subí al Transmetro. Para quienes no saben, en cada uno de esos buses del transporte público hay algunos sillones amarillos con la señalización de NO SENTARSE, a menos que usted sea una persona de la tercera edad, una mujer embarazada, alguien con muletas o madre con un bebe en brazos.

Sin embargo, a veces en el Transmetro no va nadie con esas características y uno risiblemente va parado a la par de un sillón amarillo  vacío. Pues algunas personas, jóvenes o adultos jóvenes, se sientan esperando que en cualquier momento algún trabajador vigilante del sistema de Transmetro les grite: ¡favor de desocupar los sillones amarillos!

Yo prefiero ir de pie. No me gustaría pasar esa vergüenza de que me obliguen a dejar el sillón. Se imaginan: 

¡Señor por favor, déjele el asiento amarillo a la señora de 96 años que va colgando de la puerta, mientras usted va cómodamente sentado! Ja ja, ja ja ja. Se imaginan a todos viéndome con una cara de pocos amigos, como diciendo ¡Y a este tipo qué le pasa! ¿Por qué no es una persona normal?

Bueno. Pues uno de esos días, me subí en la estación del transmetro llamada del ferrocarril, en la 18 calle de la zona 1. El bus iba vacío y un niño y una niña se sentaron cada uno en los dos sillones amarillos de la primera fila. Ambos parecían ya grandecitos. El niño de unos 14 años y la niña de unos 15, al parecer eran hermanos. En el camino, el Transmetro se llenó  y ocurrió lo esperado.

Subió una señora de unos 85 años, con un bastón, de las que a penas puede mantenerse en pie. Desde que llegó a la puerta la señorita vigilante del Transmetro, que la llevaba de la mano, gritó lo acostumbrado: ¡Favor de desocupar un sillón amarillo para que se siente la señora! Todo mundo, le señaló los lugares amarillos ocupados por los niños de esta historia.

La anciana llegó hasta el sillón amarillo ocupado por el niño y se paró a la par. El niño: quieto. Entonces la señora le pregunta: ¿jovencito, no me piensa dar lugar? El niño: quieto. La hermana se le queda viendo y luego le da un codazo, en un gesto de quien dice: hay te hablan. El niño: quieto. Vuelve a decir la anciana: ¿no me piensas dar lugar? ¡Los niños bien educados le dan lugar a las personas mayores! El niño: quieto.

Yo sólo observaba, hasta que inesperadamente alguien se le atravesó al bus y el piloto frenó con brusquedad, haciendo que la pobre señora de 85 años fuera a dar a los brazos de un pasajero. Todavía la señora le dice: disculpe joven, es que no iba bien agarrada. Al ver el suceso me molesté. Eso es cosa rara en mí. 

Tomé al chiquillo del brazo, con un poco de brusquedad y le dije: ¡Deje que la señora se siente! El niño: quieto. Entonces grité: ¡ninguno de los dos reacciona, ni el hermano, ni la hermana! ¡Qué poca educación tienen! Están viendo que la señora ya se cae y ninguno hace por darle el lugar. El resto del público secundó mi comentario, mientras todos los pasajeros voltearon a ver al niño y a la niña. Quienes a pesar de todos los comentarios, continuaban ocupando los sillones prohibidos. 

Una señora les grita: ¡Patojos malcriados, denle lugar a la señora, no sean cínicos! El niño y la niña: quietos, poniendo una cara de “no me molesten”.

La señora que les gritó malcriados, se puso de pie y sugirió: ¡Siéntese aquí señora! Yo me voy a parar. ¡Patojos maleducados! ¡Yo no sé por qué hay padres que no les enseñan un poco de respeto a los hijos! Total, el tema ya era conversación en todos los pasajeros, quienes abiertamente y en voz alta, criticaron lo correspondiente.

Tres paradas del Transmetro después, un vigilante del sistema le habló a los niños por la ventana gritando: ¡jóvenes, hagan el favor de desocupar los sillones amarillos! El bus continuó y los niños: quietos.

Me tragué mi bilis. Y decidí pensar en alguna cosa bonita. Y se me ocurrió hacer una selección mental de los chistes que compartiría en la siguiente cátedra del curso que imparto. Todo eso mientras llegaba a la parada de la Universidad.


¡Sorpresa fuerte! 



Cuando llegamos a la parada de la Universidad, una señora de unos 35 años bien vestida, que iba sentada en el sillón vecino a donde estaban los niños del relato, se puso de pie y dijo: ¡Vamos mis amores, ya llegamos! 


Ambos niños se pusieron de pie y bajaron del bus, siguiendo a la señora. 


Como ya iba tarde, los rebasé en la pasarela. Sólo alcancé a escuchar, cuando el niño le decía: 


¿Mamá, cuando sea grande voy a estudiar aquí?




Autor: Edwin Rolando García Caal