viernes, 17 de junio de 2022

Todo se olvida

Edwin Rolando García Caal
17 de junio de 2022

Cuando era pequeño jugué con mi papá, pero se me había olvidado. Pasé momentos en que dentro de mi memoria nada me decía que tuve algún contacto con él, venían facciones de fantasma de alguien que pasaba por la puerta después de las 5 de la tarde y salía en la madrugada antes de las 6 de la mañana. Solo regaños, solo rechazo, solo la palabra NO a todo lo que yo pedía.

¿Mi papá? ¿Quién sería? ¿Por qué no estuvo conmigo, dándome el amor de padre que yo necesitaba?

Lo único que recordaba eran las constantes quejas de mi mamá diciéndome, en mi faceta de adolescente, que era un mal hombre. Hasta que de pronto, la edad me alcanzó. Y empezaron a llegar imágenes a mi mente. Cuando cargué a mi hijo haciendo el avioncito, como una luz brillante se atravesó una imagen de aquel día cuando mi padre me cargó de igual manera. Y cada cosa que decidí hacer con mi bebé, es completada con un recuerdo de cuando mi papá jugó conmigo y así fue. Sí, fue mi amigo, pero como todo pasa en la vida, hasta el amor más grande se olvida.

Sólo la experiencia propia en el papel de aquel a quien llegué a odiar, puede transformar los sentimientos y nos permite entender que aún en el gesto más insignificante de aquel hombre, se encontraba el amor del padre.

En el NO, en el SÍ, en el Tal vez. En el “decidí pero debés estar dispuesto a enfrentar las consecuencias”. Todo llevaba un mensaje de amor, que no entiendo cómo llegué a olvidar. Tal vez es lo normal a partir de la adolescencia y de la juventud. Los actos de rebeldía nos desbordan pero al final, el amor y los recuerdos nos abordan.

Recuerdo cuando me aconsejaba. Siempre me parecieron consejos sabios, ya que iban acompañados con un helado; eso los hacía peculiares, y mostraba su astucia para hacer que le escuchara. Fuimos al Resbaladero Gigante en el Hipódromo del Norte. Me subí a los carros chocones. Esa risa, que ahora me desborda por montones. El trajecito de superhéroe que para no hacer publicidad no se menciona. La rueda de chicago en la que casi me… me… arranco el pelo. Aun así, esas salidas a pasear me llevaron al cielo. Fuimos a mil ferias y comimos churros y plataninas.

Recuerdo cuando pedía el pan con café al caer la tarde, para sentarse en la sala a leer el periódico, mientras el ocaso arde. Allí estaba yo. Importunando su tranquilidad para quedarme jugando en su regazo. Jamás me negó un abrazo. Me llevó a la cama y me cantó la cucharacha; así es como un padre ama. Otras veces, los gritos de felicidad cuando ganaba su equipo favorito hacían que mamá dijera, “parecen locos”, aunque al final corregía, “Ya están locos”, lo sabía.

Aquella vez que nos subimos a las estatuas de la Avenida Reforma. Cómo costó subirse al toro y el policía municipal llegó a bajarnos con la sentencia de que esos no eran lugares para jugar, pero de los árboles que le seguían, nadie nos pudo bajar. Nos tomamos una foto en cada rama. Ese fue un domingo de recuerdos inolvidables, que cualquier adulto ama. Nunca le dije que lo quiero mucho, y se fue así. Sin saber que mis recuerdos volverían y que el gran amor que recibí de él, en amor hacia él se volvería. Quiero escribir muchas cosas. Pero mis ojos me traicionan. Hay palabras que cuando se mencionan hacen brotar el llanto, pero es de agradecimiento, a un padre que me quiso tanto y nadie sabe. Sólo yo…, solo yo sé cuánto. Qué Dios me permita, nunca más olvidar, que tuve un padre a todo dar.

jueves, 17 de junio de 2021

Descubriendo a mi papá




Mi mamá era la mujer fuerte y enérgica. Decía cuando hacer las cosas y con qué velocidad. Revisaba mi forma de vestir y corregía mi postura. Me besaba en la frente y siempre buscaba la oportunidad para brindarme sus caricias. Su amor era incondicional. Me cargaba, me daba de comer. Era mi mundo y en ese mundo ella era todo. 

Pero un día, cuando yo tenía 5 años un fenómeno natural afectó las casas de la colonia. Mi madre tuvo mucho miedo. Vimos paredes derrumbarse y lo único que decía era: tranquilo, ya viene tu papá. Hasta ese día yo me preguntaba ¿Quién era ese hombre que según mi mamá salía a las 5 de la mañana de la casa y volvía a las once de la noche cuando yo estaba dormido? Ella decía, tu papá te quiere mucho, pero yo creí que no existía. Eso era porque debido a la crisis económica, en ese tiempo mi papá trabajaba de lunes a domingo. Ella me decía que él tenía tres trabajos. Uno de día, uno de noche y uno para fines de semana. 

Cuando él llegó, mi mamá corrió a abrazarlo y con sollozos daba gracias a Dios que había llegado. También me abrazó y me dijo que no me preocupara. Papá ya está aquí, dijo. Ese día descubrí el poder que mi papá tenía en nuestra familia. No era nada material, era sólo su presencia. Detrás de él mi mamá se sentía segura. Con martillo, clavos y muchas tablas reparó todo lo que el viento había dañado. Yo le ayudé acarreando tablitas y descubrí que él no se sabía mi nombre porque me llamaba campeón.

En otra oportunidad, mi papá llegó temprano. Hablaron un momento y luego vi que mi mamá estaba preocupada. Me dijo, ven tesoro. Vamos a dormir. Tu papá perdió el trabajo y ahora no sé cómo vamos a sobrevivir. Tenemos que pedirle a Dios que nos ayude en el porvenir. Hasta ese día yo creí que mi mamá era la que tenía dinero. Siempre se metía la mano a la bolsa y sacaba monedas para regalarme. A mis seis años de edad descubrí el poder económico que tenía mi papá.

Más adelante, descubrí otras características de mi papá. El televisor no funcionaba, no hay señal decía mi mamá. Yo quería ver caricaturas. ¿Eso se puede arreglar? Le pregunté. Ella dijo, supongo que sí, pero la antena está en el techo. Allí solo tu papá puede subir. Mi mamá hace de todo, pero hay cosas que según me dice, solo puede hacerlas mi papá.

En la escuela, todo iba bien. Aunque hice una travesura. La directora llamó a mi mamá. Hablaron mucho. Ese niño necesita dirección, decía. Mi mamá volvió a casa en silencio, yo caminé tomando con firmeza su mano derecha. ¿Me vas a regañar? Le pregunté. Me dijo: no, pero espera que llegue tu papá. Descubrí a los siete años el poder de autoridad que tiene mi papá. Parece que él atiende esas decisiones que tienen que ver con mi futuro. Yo creo que sus ojos miran más allá. Miran lo que va a pasar mañana. Eso no tiene importancia, dijo. Y vi tranquilizarse a mi mamá.

Para ese tiempo, mi papá ya tenía un solo empleo. Los domingos sin faltar nos llevaba a divertir. Jugamos al baseball. Vi que mi papá tenía mucha habilidad. Es deportista, me confirmó mi mamá. Yo le conté. Estoy aprendiendo a caminar como él. Veo como  se sienta y cuantos pasos da cuando camina. Descubrí que es más fácil imitarlo a él que a mi mamá. Mi mamá me enseñó el significado del amor incondicional. Mi papá me enseñó lo importante que es el éxito en una faena y el deseo de triunfar.

No me da pena, decir que descubrí a mi papá cuando me enfrenté a mi primer dilema. Puedo pasar, le dije en su escritorio. Necesito un consejo. En su experiencia tiene un enfoque diferente. Él mira más allá de lo que ve toda la gente. Tiene los pies bien puestos en la tierra y sabe diferenciar lo que trae beneficios o condena.

Descubrir a mi mamá fue cosa fácil, ella es amor. En cambio, terminé de descubrir a mi papá, el día que mi hijo vino al mundo. Cuando me hice señor.

Autor: Edwin Rolando García Caal

miércoles, 16 de junio de 2021

Un hombre con la cabeza blanca



Recuerdo el pelo blanco que cubría su cabeza. Siempre haciendo chistes para hacer reír a la familia y a las amistades. Era un abuelo feliz. Al salir a la calle saludaba a todos los vecinos. Todos lo conocían. Yo me hacía el impaciente porque quería llegar rápido a la tienda y comprar el helado que me había prometido. Pero él tenía tiempo. Tenía todo el tiempo del mundo, no tenía las presiones de mi papá, ni los apuros de mi mamá. Su paso era lento, como observando con detenimiento las maravillas de todo lo que nos rodea. No quería ahorrar. Me dijo: pasé toda mi vida ahorrando, por eso ahora tengo tiempo para gastar mis ahorros y disfrutar con ese dinero las cosas buenas de la vida, pero todo con medida. Todo con medida. Era curioso escuchar que repitiera siempre las últimas frases de cada oración, como enseñando que lo mejor está en el final. No sé cómo funcionaba su cabeza. Un día le pregunté si sus ahorros eran muchos y me dijo, es que no fui tonto, yo pagué seguridad social. Cuando seas grande sabrás qué es eso.

Cuando me siento desanimado recuerdo esos sentimientos de felicidad que transmitía. Él era feliz con mi hermana y conmigo. Eso creo que era el resultado de nuestro interés por pedirle que contara más historias. Nadie quería escucharlo porque decían que repetía mucho las historias. Eso nos gustaba. Abuelo, decía mi hermana: puedes contarnos otra vez la historia de cuando saltaste de una peña hacia la punta de un pino. Entonces él se emocionaba y nos llevaba al sillón. Vengan pues, nos decía. Contar historias era su alegría.

Siempre cargaba un maletín café rojizo. Sólo él sabía la combinación. Al abrir el maletín uno podía observar que llevaba galletas, angelitos y botonetas, sus lentes para leer y unos papeles, no sé de qué. Lo abría y nos regalaba algo de su maletín. Siempre hay que estar prevenidos, afirmaba. Cuando el hambre aprieta no hay nada mejor que una botoneta. Mi abuela comentaba que escondía allí sus chucherías porque tenía prohibido comer chocolate. El café siempre lo tomaba hirviendo. Si no estaba muy caliente entonces no lo quería. Yo creo que su lengua ya no sentía porque solo él podía tomar ese café. Todos los demás que intentamos probarlo nos quemamos la boca. Su cincho era de cuero, pero muy ancho en comparación con los cinchos del resto de varones en la familia. El pantalón siempre le quedaba arriba del ombligo. Su vestimenta siempre de tela, no usaba pantalones de lona, ni zapatos tenis. Debía ser formal. Eso decía. Genio y figura hasta la sepultura, hasta la sepultura.

Siempre esperamos su visita. Cuando nos veía, sin pedir permiso apagaba la televisión y decía: dejemos de ver tanta tontería. Llegó el momento de la alegría. En su casa era otra historia. Cada foto que colgaba en la pared tenía su propia leyenda. En esta foto estábamos iniciando nuestra vida. No había luz, no había agua. A veces en la cena no había nada de comida. Comimos una tortilla y nada más. Nada más. Por eso hay que estudiar. Hay que prepararse para que no cueste ganarse la vida. Si descansas cuando tienes que trabajar, trabajarás cuando tienes que descansar y allí ya no tendrás las mismas fuerzas. No tendrás fuerzas. Como don Lencho. ¿Lo han visto? Allí va, empujando la carreta del pan. Con ochenta y cinco años encima. El pobre no tiene nada para comer. Tiene que trabajar. Cuando éramos jóvenes yo le dije, vamos a trabajar. Él me decía, que trabajen los bueyes. La vida se hizo para descansar. Ahora lo ven. Tendrá que trabajar hasta el último día de su vida. De su vida.

Mi abuelo no quería telas de araña en su casa. Cargaba un bastón y lo utilizaba para quitar telas de araña. No dejen que las casas se vean viejas, decía. Una casa vieja trae tristeza. A mí me gusta la alegría. La alegría de noche y la alegría del día. Del día. Qué escribes abuelo le pregunté cuando lo vi sentado en su gran escritorio de madera. Las cosas que se me olvidan, me dijo. A escondidas revisé su agenda. No eran cosas de importancia. Solo eran fechas e iniciales. Le pregunté: abuelo qué son esas fechas que hay en tu cuaderno. Él me dijo: son los recuerdos más importantes que debo tener. Las fechas de cumpleaños de todos mis nietos. Esas fechas me dicen cuando comeremos pastel. Rico pastel.

El abuelo tenía muchos diplomas. Si los hubiera puesto en una sola pared, no se vería la pared. Sus diplomas estaban colocados en marcos de bronce, pero los tenía guardados en las gavetas de su gran escritorio de madera. También había muchos detrás de sus libros. Abuelo ¿estos libros no los lees? Claro que sí, me decía. Ya los tengo aquí en mi cabeza. Están aquí para que venga otra cabeza con interés de aprender. Serán mi herencia para el nieto más inteligente. ¿Y ese nieto puedo ser yo? Le dije. Claro que sí. Vas a llegar alto, muy alto. Y también vas a leer todos estos libros. Tal vez un poco más. Mientras tanto léete este: se llama “El mundo del misterio verde”. Sabes un secreto. Los libros son como los trenes. Nos llevan de paseo hacia lugares muy bonitos. Y todos esos viajes hiciste abuelo. Esos y más. Muchos más. Los hice para tener mucho que contar. El que más lee más historias cuenta. El que más historias cuenta, tiene más amigos, porque a las personas les gustan las historias. La persona que no lee es una persona solitaria. ¿Tú no quieres vivir solo verdad?

Lo que más me gustaba de mi abuelo era que nunca me dejaba con dudas. Siempre tenía una respuesta para todas mis preguntas. Los otros adultos me decían, a saber. Mi abuelo me decía, ven te lo voy a explicar y al final de cada explicación siempre había un consejo. Me contó que los días felices son de mucha luz. Cada vez que hay un día feliz, un pelo de tu cabeza captura esa luz y en lugar de negro se vuelve blanco.  Tú has sido muy feliz abuelo. Claro que sí, me decía. Claro que sí. Pero cuando no tenías comida en la cena, ¿por qué eras feliz? Ahhh, porque ese día no iba a leer un libro, sino a escribir uno. Porque entre esos libros que ves allí, también están los libros que cuentan mi propia historia. Y esos libros dan más alegría, no ponen un pelo blanco, sino dos pelos blancos.

Ahora que estoy grande, reviso los libros de mi abuelo y me gusta leer más los que cuentan su propia historia. Aunque parecen mágicos. Él fue un escritor. En sus libros cuenta cosas simples pero de una forma mágica. No sé qué tenía en su cabeza, porque no veía las cosas como la gente normal. Tal vez porque su cabeza era blanca. Veía una piedra en el camino y chas un libro que hablaba de las piedras. Vio una mariposa y chas escribió su libro “Cazadora de mariposas”. Mi abuelo era un hombre con la cabeza muy blanca porque era un hombre muy feliz. Un día quise darle una sorpresa. Me eché harina en la cabeza y fui a abrazarlo. Le dije: abuelo, estoy muy feliz. Se nota me dijo. Se nota.

Ahora que escribo esta nota, recuerdo sus ojos achinados. Sus pupilas color café, su vicio por los frijoles con pan francés, su taza de café hirviendo y su maletín con botonetas. Sé que fue un gran hombre. Sus recuerdos me han hecho desear solo cosas buenas. A diario escucho en mi mente sus consejos de lo que puedo hacer y no hacer. Pero lo mejor de todo, es que me enseñó lo que significa ser un hombre con la cabeza blanca.

Autor: Edwin Rolando García Caal 

martes, 15 de junio de 2021

Graduación sin un graduado

 


Quienes me conocen saben que mi carro no es generación 10 años. Es más, el pobre ya ha recorrido más de 20 años y soy su tercer dueño. Aun así no me quejo.  Es un carro de aguante. Nunca me ha dejado tirado. Siempre que se descompone lo hace cuando ya está frente a mi casa. Eso es una bendición porque yo sé absolutamente nada de mecánica automotriz. Sin embargo, el día de ayer sí me dio un buen susto. Como mi casa se ubica en el kilómetro treinta, es de considerar que en muchos kilómetros a la redonda no hay un servicio mecánico o de grúas que se localice a la mano. Se recorren kilómetros y kilómetros de carretera con pura vegetación a los lados. Sin postes de alumbrado público. Eso no es extraño, estamos en el área rural de Guatemala.

Ahora bien, ayer fue el acto de graduación y juramentación de los nuevos profesionales universitarios, en donde el Colegio de Profesionales impone el pin de nuevo miembro y todo lo demás que tiene que ver con pertenecer al distinguido gremio. El acto estaba preparado para las siete en punto de la noche. Compré mi saco azul oscuro, mi camisa blanca de manga larga, una corbata de buena imagen, zapatos lustrados y listos. Hora de salida: diecisiete horas en punto. Destino: zona quince de la ciudad capital de Guatemala. En el momento exacto abordé mi nave y salí rumbo a la emotividad bien merecida. Sin embargo, ya en la carretera el carro se empezó a sentir mal. Primero le dieron ligeros vahídos. Parecía que el timón se mantenía firme pero el carro en breves segundos se movía hacia la derecha. Igual que los mareos que mi tía tiene cuando se agarra de las puertas. Eso me alertó, así que moderé la marcha y decidí ponerle más atención. A los cinco kilómetros de marcha le dio diarrea, porque inició a tirar la gasolina por el escape. Yo exclamé ¡Dios mío, estamos todavía muy lejos de una gasolinera! ¡Aguanta carrito, aguanta!

Otros cinco kilómetros y pum, le subió la fiebre. La aguja de temperatura estaba acercándose a la parte roja. Justo en el kilómetro veintiuno me tuve que orillar porque la fiebre era tan alta que el carro empezó a vomitar. Levanté el capó y era toda una melcocha. Estaba expulsando por el sartén que tiene sobre el motor, una cosa como leche chocolatada muy espesa y parecía que estaba hirviendo porque brotaba como “poporopos” (nombre que se le da en Guatemala a las palomitas de maíz). ¿Qué hago? Me pregunté. Ni siquiera puedo acercarme porque ensuciaría mi traje. En esos profundos minutos de meditación estaba cuando de pronto un pick up rojo se detiene a una distancia de 20 metros delante de mi carro. Todo mundo pensaría que querían ayudarme, pero un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. De esas sensaciones que imagino siente el hombre araña cuando sus antenitas de vinil están detectando la presencia del enemigo.

Veo de frente a los hombres que saltan del pick up; caminan tres a la derecha del pick up y tres a la izquierda. En su cintura se observan las pistolas. Se me ocurre bajar el capó. Entrar al carro y con mi cabeza inclinada sobre el timón y con los ojos cerrados pedirle a Dios con toda la fe que es posible que me libre de todo mal. Le pido una oportunidad de vida. Le pido que arranque el carro. Doy vuelta a la llave y qué les parece que el carro arrancó. Entro con velocidad a la carretera y me dirijo hacia la ciudad  capital. Veo por el retrovisor que los hombres corren se suben al pick up e inician una persecución que no es normal. Le pedí a Dios que me acompañara. El carro estaba reaccionando muy bien. No bajó la velocidad. No permitió que me alcanzaran. Fueron tal vez los minutos de más adrenalina que he pasado en mi vida.

Tenía miedo que al llegar a la subida con la que se llega a la ciudad capital el carro se detuviera. Revisaba el retrovisor, el pick up venía detrás. No sé qué quieren. Recordé que un mes antes me habían detenido cuando salí a las tres de la mañana de mi casa. En esa oportunidad tenían gorros pasamontaña y me detuvieron. Parado frente a un carro negro de vidrios polarizados escuché cuando el presunto jefe les dijo, no es él. ¿Será que nuevamente se confundieron? No me voy a quedar a preguntar. El carro no se detuvo. Está sacando humo sobre el motor, pero le pido a Dios que no me abandone. Por fin llegué a Metro Norte, cruzo para la calzada de La Paz. El pick up me sigue. No hay duda que me vienen siguiendo. Lo bueno es que el camino es de bajada. Siento mayor fuerza en el carro. También es una suerte que fuera día domingo. No hubiera sido fácil llegar tan lejos si fuera un día entre semana. Voy subiendo por la zona cinco. Ya estoy cerca, cruzar a la derecha y llegar al Colegio de profesionales. Todo el camino fui deseando que estuviera una patrulla de la PNC, pero es como si se tomaron un descanso general. Ya estoy cerca de la Escuela Politécnica, en esta ruta no hay semáforos. Bajaré hacia la entrada de la zona 15. Ya se ve el Colegio.  

Por suerte ir hacia el parqueo es de bajada. Me detengo en la entrada y le digo al agente de seguridad que me ayude. El pick up se estaciona en la entrada del Colegio. No hacen ningún movimiento. Le indico al agente que pida ayuda, sus dos compañeros lo acompañan. Sólo quieren preguntar qué necesitan. Al  momento de acercarse los agentes a cinco metros del pick up, éste arrancó y se fue. Bajé el carro apagado hasta el parqueo y lo dejé a medio estacionar. El acto ya había terminado. Mis compañeros se acercaron a preguntar. Con dos en particular hicimos buena amistad. Sus nombres: Matías y Amílcar. Ellos afirmaron  ¡Llegar tarde a su propio acto de graduación es el colmo vos! Les mostré mi carro. ¡Vengan a ver! El carro estaba realmente desahuciado. Uno de ellos me explicó. Se pasó el agua al aceite y se mezcló con la gasolina, se tapó por completo el filtro de aire y la mezcla llegó al carburador. Luego preguntó ¿Cuánto te cobró la grúa? Yo le dije ¿Cuál grúa? El carro me trajo hasta aquí porque me venían siguiendo. Los dos creyeron que yo era un mentiroso. Y uno de ellos exclamó: ¡Este carro no se mueve solo, ni un metro y debió apagarse despuesito de que se pasó el agua al aceite! Yo no dije nada. Eso será algo que quedará guardado en mi memoria.

Ni siquiera estaba molesto por perderme el acto de graduación. Estaba feliz y me sentía humilde. Había presenciado un milagro y eso pocas personas lo viven. Es una percepción que te llena de profundo agradecimiento. Es una sensación de seguridad plena. No estoy solo. Gracias a Dios, como buenos compañeros me ayudaron a remolcar el carro hasta llegar con un mecánico. Qué aventura. El mecánico no me creyó, mis amigos no me creyeron. Eso no me molesta. Se repite en mi mente lo que pasé esa noche y nuevamente me siento profundamente agradecido. ¿Qué se siente estar en un acto de graduación universitario? No lo sé. Solo sé que una vez hubo un acto de graduación sin un graduado y ese graduado, era yo.

Autor: Edwin Rolando García Caal