Leyendas

El Sombrerón

Esta historia se desarrolló en el municipio de San Andrés Itzapa, del departamento de Chimaltenango. Trata de lo que le ocurrió a una muchacha de 19 años.

Era muy bonita, de ojos azules, tez blanca, labios rosados y un hermoso cuerpo. Su cabello era rubio y le llegaba hasta la cintura. Su nombre: María José.

Todo comenzó un 18 de noviembre. Era una noche fría de luna llena y el cielo brillaba con muchas estrellas. María José leía un libro. Como su habitación tenía una ventana que daba a la calle, escuchó la llegada de un caballo.

Era un corcel negro. A los pocos minutos escuchó el hermoso trinar de una guitarra. La música era fascinante y la motivó a salir. Montado en el corcel había un hombrecito que le cantaba. En su canto manifestaba que estaba enamorado de María José.

A la mañana siguiente cuando ella despertó, descubrió que su cabello estaba trenzado de una forma extraña y muy complicada. Resultó imposible deshacer las trenzas, así que sus padres decidieron consultar con la gente del pueblo. Ellos respondieron que aunque fuera difícil deshacerle las trenzas, no era conveniente cortarle el cabello. Si lo hacían su hija se volvería loca o se podía morir.

Las serenatas continuaron por algún tiempo y a ella le gustaban. Quería que la noche llegara pronto para volver a escuchar aquellas melodías. Ese extraño caballero le había robado el corazón.

Lo que más le preocupaba a la familia de María José era la obsesión que la joven mostraba. Algunas veces exclamaba que quería ofrecerle su vida al hombrecito cantor.

Decidieron ir con el curandero quien les aconsejó que cuando escucharan cantar al hombrecito, quemaran chile seco en la habitación de María José.

Desde el día que lo hicieron el hombrecito enamorado jamás volvió.


Información proporcionada por Erick Orlando Turcios S. Técnico Operativo de alfabetización en Chimaltenango.

Redacción, adaptación y estilo: Edwin Rolando García Caal


El Carbunco

Esto aconteció hace muchos años en el municipio de Cuilco, Huehuetenango. Cuando todavía no había energía eléctrica. Todas las noches se miraban en los cerros unas luces que se movían hacia diferentes lugares.

La población se mantenía asustada. A partir de las siete de la noche todos atrancaban sus puertas y ventanas y se disponían a dormir.

Un día, las personas del pueblo dispusieron averiguar el origen de aquellas misterioras luces. Armados de valor se escondieron entre unos matorrales, desde las cinco de la tarde. Cuando las luces aparecieron todos se dieron cuenta de lo que era.

Era un animal extraño que bajaba a tomar agua al río. Tenía apariencia de toro pero era peludo como oveja. Le llamaron "El carbunco".

Dicen las personas que al verlo junto al río descubrieron que en los cuernos llevaba unos grandes diamantes. Estos eran los que resplandecían en los cerros y su luz se miraba hasta Cuilco.

El hallazgo fue una gran novedad para la población. Algunos jóvenes organizaan excursiones nocturnas en busca de El carbunco.

El miedo que invadìa las casas había desaparecido.

Según los habitantes de Cuilco, cuando la energía eléctrica fue instalada en el municipio ya no volvieron a ver al Carbunco. Unos piensan que se murió. Otros dicen que se fue a buscar algún lugar oscuro en donde lucir sus diamantes.

Lo cierto es que algunos investigadores han llegado al lugar y han buscado árduamente al Carbunco. Según ellos se trata de un bisonte o búfalo y es una especie que se encuentra únicamente en América del Norte. Además dicen que corre peligro de extinción.

Información proporcionada por Lorena Victoria Calderón Reyes. Técnico Profesional III y Mario Jesús de León Carbajal, Técnico Operativo de alfabetización en Cuilco, Huehuetenango.

Redacción, adaptación y estilo: Edwin Rolando García Caal


El duende

En la casa de mi abuelita que vive en la zona 5, hay muchos árboles de pino.  Mi tío, que es el único que vive con ella, dice que después de las 7 de la noche llega un duende a jugar pelota entre los árboles, pero ni mi abuelita le creía.

Un 24 de diciembre llegamos a visitar a mi abuelita, mi esposa, mis 4 niños y yo. Mientras los adultos cenábamos, los niños jugaban en el patio.

¡Todos están bien, contentos jugando pelota! Terminamos de cenar y mi abuelita dijo: aquí tengo cuatro manzanas para los niños. Salí, dejé las manzanas en una canasta y les dije: tomen una manzana cada uno. Entré.

A los dos minutos entró mi hija Heidy diciendo: falta una manzana. Yo repetí, sí es cierto, son 5. Pero mi esposa dijo: ¿cuáles cinco? si sólo son cuatro niños. Salimos junto con la niña y los contamos.

Sólo había 4 niños y tres manzanas.

Desde ese día seguimos visitando a mi abuelita, pero siempre volvemos a casa antes de las 7 de la noche.

Autor: Edwin Rolando García Caal


La cocha

Hace mucho tiempo la gente del municipio de Sayaxché vivía atemorizada. La razón era la aparición de una extraña cocha que deambulaba por las calles del pueblo a partir de las nueve de la noche. El animal llevaba consigo cinco cochinitos.

Cuando algún ser humano se encontraba a su paso la cocha rechinaba los dientes, erizaba el pelo y dando fuertes chillidos lo atacaba. Varios vecinos habían pasado por aquella triste experiencia.

Algunos habían quedado tan golpeados que fue necesario llevarlos con el curandero del pueblo. Este señor, de unos cincuenta años de edad, se ganaba a vida curando el mal de ojo y ensalmando (o sea curando con oraciones y remedios de hierbas). Cuando llegaba alguna persona, que había sido atacada por la cocha, la examinaba detenidamente y durante varias semanas les daba una sacudida con chilca y oros montes. Según él, si no se procedía de esa forma las personas atacadas morirían inevitablemente. Además debían llevarle algunos objetos de oro para que la protección fuera efectiva. Él se quedaba con el oro. Esta situación dejó en la calle a mucha gente.

Era difícil saber dónde aparecería la cocha, además de que su color negro le permitía esconderse con facilidad. En cierta ocasión Antonio Zaragoza, quien tenía su parcela en San Juan Actul, salió a pescar en su cayuco. Había remado cuatro leguas y se sentía un poco cansado. Eran las once la noche así que decidió descansar en Sayaxché. Llegó a tierra, se puso su machete envainado en la cintura y cargó su cayuco. Cuando estaba cruzando la primera calle escuchó el cuik, cuik, de cinco cochitos.

De pronto apareció la cocha. Con el pelo completamente erizado se abalanzó sobre él. Don Antonio soltó su cayuco y desenvainó su machete. En ardua lucha se enfrentó con aquel animal. Los cochitos le bloqueaban el ataque por lo que la cocha pudo causarle algunos rasguños.

Al final don Antonio logró atinarle tres machetazos y el animal desapareció.

A la mañana siguiente dodo el pueblo se enteró del suceso. Entrevistaron a don Antonio y le recomendaron curarse de inmediato los rasguños que tenía en las piernas. Para eso le dijeron que visitara al curandero del pueblo, que según ellos, era el único que sabía el tratamiento.

Al llegar donde el curandero la sorpresa fue de todos. El curandero estaba todo golpeado y tenía tres machetazos que amenazaban con provocarle la muerte. Nadie sabia qué le había pasado o quién se los había causado. De pronto ocurrió la transformación. En un cerrar de ojos, la cocha estaba en la cama del curandero y en un cerrar de ojos, nuevamente estaba el curandero. Fue en ese momento cuando el pueblo descubrió que el curandero era un brujo que se convertía en animal.

Aunque algunos creían que moriría, logró sanar de aquellos machetazos. Confesó sus fechorías y pidió perdón. También decidió dedicarse al trabajo de la agricultura y a ayudar a la población del lugar con sus conocimientos de medicina natural.

Información proporcionada por Axel Eberardo Ovando Corzo. Técnico Operativo de alfabetización en Dolores, Petén.

Redacción, adaptación y estilo: Edwin Rolando García Caal


La llorona



Era el año de 1960, cuando mi mamá a penas tenía 10 años de edad. La maestra de la escuela habló con mi abuelita para que le diera permiso a mi mamá. Ella se quedaría sola en su casa y necesitaba compañía. Mi abuelita accedió, pero les dio muchas recomendaciones. Una de ellas era que no salieran de noche.

Pero algo extraño pasó ese día. Haciendo limpieza general, la maestra encontró en la casa unas candelas blancas grandes. Estaban puestas en la pestaña de la ventana. Ella las tomó y las puso sobre la mesa, pensando que alguien las había dejado allí para hacerle un regalo.

Esa noche, ambas conversaban sobre lo acontecido en la escuela. De pronto se escuchó el llanto de una mujer. El quejido venía de la parte trasera del pequeño cuarto en donde alquilaba la maestra. Muy valiente, le dijo a mi mamá que la acompañara porque quería averiguar quién era esa mujer que lloraba. De repente le podían ayudar.

El cuarto estaba cerca del barranco, en la parte oeste de Jocotales, en la zona 6 de la ciudad capital, cerca del Estadio de La Pedrera. Las dos salieron muy decididas y no tardaron en localizar a la mujer que lloraba. Parecía una mujer tímida, ya que se cubría el rostro con el pelo largo que tenía. Su vestido era blanco y muy largo. Sin embargo, se dejaban ver sus dos sandalias, una especie de zapatos abiertos que dejaban descubiertos unos pies blancos y bien cuidados.

La mujer lloraba, cubriéndose el rostro con el pelo y las manos. Pero al notar que mi mamá y la maestra la habían visto, hizo un ademán con la mano derecha, pidiéndoles que se acercaran. Según cuenta mi mamá, sólo dieron tres pasos. Pasos pequeños, porque cierto escalofrío recorrió sus cuerpos. Con los tres pasos que dieron, quedaron muy cerca de la mujer. La maestra preguntó: ¿Por qué lloras? ¿Puedo ayudarte en algo? La mujer respondió que su vida era muy triste. Acto seguido, se descubrió la cara dejando ver un rostro espeluznante. En ese preciso instante escucharon la voz de un hombre que a una distancia de cinco metros, les preguntó: ¿patojas, qué están haciendo aquí?

La maestra se desmayó. Así que el hombre tuvo que socorrerla. Mi mamá estaba muda. Aunque quería pronunciar palabras, su voz no respondía. Veía por todos lados, pero la mujer no estaba, todo era monte y la noche era muy oscura. El hombre replanteó la pregunta: ¿Cómo hicieron para llegar hasta aquí? Este es un lugar muy retirado. Se llama El Naranjo. ¿Ustedes viven en El milagro? El hombre preguntaba y preguntaba, pero no obtenía respuestas. Luego de muchos intentos, la maestra reaccionó, pero sólo decía cosas incoherentes y frases sin sentido. Decía: Está, pero no está. Se fue pero ya vino. Veinte minutos después mi mamá recobró el habla. Explicó al hombre que ellas vivían en Jocotales, pero el hombre les dijo: Eso no es posible, ustedes vienen de muy lejos.

Doce horas tardó el hombre en regresar a ambas patojas hacia Jocotales. Mi abuelita, por su parte había pasado 6 horas buscándolas, porque llegó a eso de las 7 de la mañana a la casa de la maestra, sin encontrar a nadie. Como la puerta del cuarto estaba abierta, entró y quedó extrañada de que sobre la mesa hubiera unos huesos humanos, aparentemente del fémur. Mi mamá llegó contando el suceso, respaldada por el testimonio de aquel hombre que había sido su apoyo en esos momentos difíciles.

Vamos a visitarla, nos dijo después de narrar los hechos. Todos aceptamos y realizamos la actividad al próximo domingo. Habían pasado 17 años desde aquella extraña noche.  Mi mamá no la olvidaría, pero gracias a Dios, había seguido con su vida. La maestra no, ella se había quedado allí. Detrás de la casa, después de tres pasos. En Jocotales de 1960. Mis hermanas y yo entramos y nos sentamos cerca de la que diecisiete años atrás había sido la maestra de mi mamá. Era una señora ida, nos miraba, pero parecía no reconocer que estábamos allí. Miraba al fondo del cuarto, como preguntando qué le sucede a la que está llorando.

Mi mamá nos contó que después de aquella experiencia, la maestra no había vuelto a hablar jamás. Sólo estaba allí, mirando hacia el horizonte. Por eso estaba internada en el hospital psiquiátrico. Por si algún día decidía regresar de aquellos tres pasos, que en la vida real se habían convertido en diez kilómetros. Por alguna extraña razón, mi mamá no se logra explicar, cómo fue que atravesaron dos barrancos y terminaron allí en donde ahora se construyó El Puente de El Naranjo. Lo que sí sabe es que si llega a escuchar que una mujer llora fuera de la casa, las oraciones serán su único consuelo.


Información proporcionada por Rosinda Caal.

Redacción, adaptación y estilo: Edwin Rolando García Caal







La muerta viviente

Increíble pero cierto. A un lugar de La Arada, Jutiapa, mucha gente llegaba a traer mangos. Era un lugar lleno de árboles de mangos y cuando el aire soplaba fuerte, los mangos se caían solos y por eso le llamaban “El Botadero”.

Allí vivía una señora de nombre Francisca Trujillo. Tenía aproximadamente 70 años de edad y era una anciana ermitaña. A las personas que se acercaban a su casa para recoger mangos las ponía muy nerviosas. Agarraba una hoja de tuza y se las tiraba en la cara mientras decía “que las muerda una serpiente”.

A mucha gente le gustaba visitarla. Unos por curiosidad, otros por admiración y algunos otros porque ya no le tenían miedo.

Pasado cierto tiempo la anciana murió. En medio de la tristeza la llevaron al cementerio. En el preciso momento en que iban a meterla en la sepultura, doña Francisca se sentó y empezó a caminar. Las pocas personas que asistieron al funeral se asustaron. La anciana, sin darle importancia al asunto, se fue nuevamente a su casa y prosiguió una vida normal.

Un mes después doña Francisca se volvió a morir. Esta vez ninguno de sus conocidos quería ir al velorio, ni al entierro. Al fin algunas señoras caritativas la velaron tres días y luego la llevaron a enterrar. Cuando la estaban bajando a la sepultura la anciana se volvió a levantar y pidió que la soltaran. La gente se asustó tanto que reaccionó de diferentes maneras. A unos les dio por reírse, a otros, temor y a algunos  otros les dio cólera.

Los meses fueron pasando y doña Francisca llevaba una vida normal. Padeció algunas enfermedades pero aún seguía con vida. Al final del año se expandió la noticia. Doña Francisca había muerto. Toda la gente del pueblo asistió. La velaron durante cuatro días para ver si revivía, pero no fue así. Le rezaron un rosario y la llevaron nuevamente a enterrar.

Cuando le estaban echando el primer poco de tierra la anciana gritó. ¡Sáquenme de aquí que estoy viva”. El enterrador saltó y con ambas manos la sacó del hoyo. Pero la gente al verla con la cara llena de tierra se echó a correr. Del miedo se tropezaban unos con otros. Pero ella sin hacerle caso a nadie volvió a su casa. Era tanto lo que murmuraban que muchos curiosos de las aldeas vecinas venían a visitar a doña Francisca.

Querían conocer a la mujer que regresó de la tercera muerte. Le preguntaban qué sentía. Ella sólo contaba que cuando moría sentía que andaba en un lugar lleno de mucho colorido y frondosos árboles. Luego escuchaba una voz que le decía: “¡Regresa a tu lugar!” y era cuando revivía.

Así transcurrió el tiempo. Durante cada día siempre había alguien observando a doña Francisca. En una oportunidad la anciana estaba durmiendo profundamente en el corredor de su casa. De pronto una gran culebra se acercó a su hamaca. Ella no escuchó cuando los vecinos le gritaban que se levantara.

La culebra se subió en ella y la mordió en una mejilla. La noticia corrió por toda la región. Doña Francisca había muerto… de una mordedura de culebra.

Información de: Ligia Omara Maeda. Maestra de un grupo de Pos alfabetización en La Arada, San Marcos, Jutiapa.

Adecuación, redacción y estilo: Edwin Rolando García Caal





1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanto esta recopilación de leyendas
De mi querido Cuilco bello😙