martes, 19 de febrero de 2013

No más indiferencia

Edwin Rolando García Caal

Eran las 9:35. Finalizaba una jornada laboral. Ya estaba cerca de subir a mi vehículo. Sólo tenía que caminar dos cuadras hacia el parqueo. Para llegar era necesario atravesar algunos puestos de venta de comida rápida. Pero no son puestos formales, son carretas improvisadas en donde venden carne asada, tacos mexicanos, panes con algo, qué sé yo.  Muchos perros encuentran frente a estos puestos de comida su forma de sobrevivir. Más de alguien dejará caer un pedazo de tortilla, medio pan o un pedazo de carne que no quiso irse a la boca.

Pero ese día era peculiar. Una señora parecía divertirse jugando al ramo de la novia con pedazos de tortilla. Tiraba los pedazos al aire y los perros saltaban para ver quién tenía la fortuna de comer. En una de tantas tiradas. La tortilla llegó hasta media calle. Un perro pequeño, color negro, de esos que no tienen raza definida, se abalanzó para comerla. Un carro de velocidad normal, distraído o intencionado, arrolló a aquel animal.

La conmoción duró unos segundos. Se escuchó la misericordia de muchos transeúntes. Pobrecito. Se va a morir. El perro se arrastró hasta la banqueta y allí se quedó, temblando. ¿No tendrá dueño? ¡Qué pena! Pero luego de un minuto si mucho, de contemplar la escena desoladora, cada quién volvió a lo suyo. Total, es un perro. Aquella señora que lanzaba los pedazos de tortilla continuó haciéndolo. Dos perros se veían permaneciendo en el juego. Tres perros no. Uno blanco, uno negro, uno canela parecían ensayar un ritual espiritual que tenía que ver con aquel atropellado.

Cada uno se situó exactamente en la posición de los ángulos de un triángulo rectángulo. El atropellado en medio. Lo veían sin ladrar nada. Se echaron, cada uno en su posición. Como cuidando; como apoyando. Sentí en el aire la fuerza de la solidaridad y la esperanza. Sin nada que pudieran hacer. No tenían los instrumentos, no tenían los conocimientos. Era algo que no podían resolver. Ellos son de aquellos que no pueden pronunciar palabras de aliento pero pueden estar allí. Sin decir nada, sin pedir nada. Sólo acompañando. Tratando de hacer llegar con su presencia aquel mensaje de NO MÁS INDIFERENCIA.

Pero no eran amigos. Los amigos no compiten por quitarse la comida de la boca. Por eso es admirable que aquellos que se ven por asuntos de trabajo, sacrifiquen su comida en atender las necesidades de aquel que compite por quitarles sus ingresos. Aquello no fue asunto de segundos. Asunto de segundos fueron las miradas de la gente que en tono de hipocresía expresó su indignación, pero dando vuelta la cara olvidó casi de inmediato la cuestión del sufrimiento ajeno.

¿Cuánto tiempo estarían los perros así? Guardianes de la muerte. Esperando que aquel que respiraba con problemas, entregara al Señor que lo da todo, su vital aire de vida. ¡Qué irónico! Perder la vida, por comida. Este perro perdería la vida. Otros la pierden con algo más, dejando esparcido en el camino, los abrazos del amor y del anhelo. Y ¿qué les quedó a quienes esperaban su retorno? Nada. Esperaban comida, esperaban el regreso y no les quedó ni eso. Ahora esperan a los dueños del consuelo.

Cuando entré al parqueo, buscando el carro vi un chorro. Visualicé también la tapadera plástica de una magdalena. Se me ocurrió que podía ofrecerle al atropellado un poco de agua. Eché agua hasta la mitad y salí en busca del futuro difunto. De pronto y le ayudaría. Como esas recetas mágicas que sólo funcionan en un mundo que no es humano.  Coloqué el agua a escasos centímetros de su rostro, pero nada. No se inmutó. Parecía que lo que esperaba era lo deseado. Tal vez ya no tenía motivos y su sufrimiento no quería alivio. Los tres compañeros del camino seguían allí esperando el desenlace, siempre en sus posiciones triangulares. De pronto ocurrió lo inesperado. Una señora desharrapada llevando por las manos a dos niños menores de 5 años, irrumpió la escena. Gritando el nombre del perro atropellado le cuestionó ¿Qué hacés allí? ¡Vamos! Y aquella palabra expresada sin delicadeza y desconociendo lo acontecido, fue más fuerte que la adrenalina generada por aquel golpeado organismo. El perro se levantó. Medio tambaleando, medio renqueando. Tomó del agua transparente hasta casi terminarla. Y como si los milagros en su estilo de vida no se habían agotado persiguió con paso lento a aquellos niños que volteaban esperando su llegada.

Fue asombroso ver a aquellos cuatro perros levantarse al mismo tiempo. La dueña del atropellado entró dos casas adelante. El perro se echó en cinco ocasiones más, se levantó pero no entró.  Cada vez que se levantaba parecía estar más fuerte. La dueña salió, se dirigió hacia la panadería compró el pan y le tiró dos de francés. El perro comió. No se veía del todo repuesto pero sí se le veía dispuesto a superar aquellas dolencias. Tal vez lo importante es recordar que hay alguien que siempre nos espera. Eso que no es material y que circula por las venas distribuyendo entre la carne y el espíritu la fuerza de la vida.

Todos estaban nuevamente dispersos. Cada quién en lo suyo. La luz de otro carro alumbró la calle que para esa hora de la noche ya estaba desierta. Aquí viene la reacción. Los perros que cuidaron al atropellado se abalanzaron hacia el carro, ladrando y reclamando los golpes sufridos por aquel. El atropellado reaccionó y empezó a correr también al carro que pasaba. Allí está. ¡Hay alivio en reclamar!

Cada carro que pasó recibió las amenazas de los perros. El reclamo de los golpes que tal vez no propinaron otorgó a la media noche un ambiente de penumbra y de consuelo. Tal vez esos carros no fueron, pero quién le dice a un perro que no es cierto que los carros son iguales. Saqué mi carro del parqueo y me di cuenta que había esperando mucho tiempo por aquel raro desenlace. Pero estaba contento. El final no era triste y la vida me había enseñado otra clase de lección. Sin palabras, pero no me hicieron falta. Como plana de escolar, cuatro perros que ladraban a los carros que pasaban me decían en su idioma, que compadecer sin apoyar es igual a ignorar. Alguno expresará que No se soluciona nada con ladrar hacia los carros. Pero no es para los carros el remedio. Es para el atropellado. Sentir que alguien te acompaña en lo que decides hacer, aunque no solucione tu problema, te inyecta una fuerza extraordinaria que se llama “NO MÁS INDIFERENCIA”. 
 
Fotografía: http://stopalmaltratoanimal.blogspot.com