miércoles, 14 de febrero de 2018

Déjame explicarte


Edwin Rolando García Caal 
14 de febrero de 2018

Esa frase “buenas tardes”, que no estaba dirigida a ella, fue el botón del encendido, que la hizo voltear a ver. Ella lo miró pensando lo buen mozo que se veía. Los labios sonrojados y los brazos galopantes pero con una seductora armonía. ¡Qué elegante! Pensó. No lleva un traje pero el estilo lo domina. Y ¡qué voz! 

Ella caminaba con una amiga. Él pensó que nadie lo veía y dando gracias a Dios cuando pasó frente a la iglesia jamás imaginó el gran mensaje que imprimía.

Los días pasaron y uno de esos tantos ella pasó frente a él con un actuar inadvertido. Él pensó de inmediato que le quedaba bien el rostro despintado y su pelo con el viento despeinado. Había algo en ella. Talvez era su canasto del mercado que le dejaba entrever su capacidad para negociar con esta vida. La había visto otras veces. Con varios sobrinos en la espalda y por la forma en la que los cuidaba, un día creyó que era la madre, hasta que oyó cuando dijeron ¡tía…, tía! 

Una madrugada con neblina ella caminó hasta el TRANSMETRO. Asustada y preocupada por la falta de costumbre, de pronto lo miró en la muchedumbre. Una cara conocida. Ella se sintió más protegida. Y sin pensar se cambió de fila para estar cerca de él. Él llevaba en una bolsa su comida y lo curioso del asunto fue que el resto de los hombres tenía puestos los audífonos y escribían por el chat. Menos él, pues iba leyendo un libro. Conforme el bus avanzaba por las calles ella convirtió su necesidad de protección en un sentimiento de admiración. ¿Quién será ese hombre que se muestra tan diferente a los demás? Parece intelectual. Ese día indagó de forma despistada con amigos y vecinos. ¿Ustedes lo han visto, por qué será tan extraño? Tiene que mantener a su familia. Mucho trabajo es lo difícil le dijeron. Y con esa respuesta echaron en un refrigerador de pensamientos las opciones de acumular los sentimientos. 

Ella salió una tarde de la escuela. Con uniforme intacto y un bolsón pesado. La lluvia lo llenó otro tanto y por ser repentina y de chubasco, tomó a todos por sorpresa. Un agujero en la calle terminó por hacer más grande la torpeza. Tirada en el suelo sucumbió en la desesperanza. Pero allí estaba él. Se acercó tan rápido como pudo. Con un nudo en la garganta, que sólo le permitió extender la mano para levantarla. 

Ese cruce de miradas parecía interminable aunque el tiempo dijo que pasaron dos segundos. 

Ella tenía una mirada cristalina y con una sonrisa agradecida le mostró que ser amable sí era bueno. Él la vio como brillando. La luz que se asomaba tras su pelo provocaba un halo de inocencia que invitaba a verla más. La lluvia que caía transparente le mostró que entre la gente ella era la indicada. En su voz agradecida le dijo más que eso. Él percibió tras el acento, las palabras que esperaba que ella le dijera un día no lejano.

Ella lo vio como dormida y le dijo que sí, aunque él no preguntó nada. Era él quien en sus sueños llegaba a su ventana. Aquella frase “te acompaño” resultó a pedir de boca. ¿Y tu esposa no se enoja? ¡Soy soltero! No hubo tiempo para esposas en mi historia. Esa frase sonó a gloria. Caminaron hasta llegar a un restaurante de Pollo Asado.

La mente de él ordenaba las ideas. Era una mujer con personalidad hermosa y el alma divina, que obviamente no se encuentra en cualquier esquina. Al caminar a su lado todo tomó sentido. El tiempo seguía transcurriendo lentamente y hacía que dentro de su ser se preparara un suspiro. Cada latido, cada pulso, cada respiro le provocaba un susurro en el oído. Se enteró que ella vivía con su abuela.

Ella caminaba sintiendo su piel suave contrastada con sus dedos, señalados por el esfuerzo de ganarse el pan de cada día. Y se sentía sin miedos, sin mentiras, con las ganas de vivir toda una vida tomada de su mano para verlo sonreír. Sabía que le encantaba la idea de tenerlo de compañía y sólo porque volteó a verlo se dio cuenta que no iban de la mano. 

Él se sentía dueño de la fuerza. Ella perfecta. Él ya estaba enamorado de su boca, ella estaba fascinada de sus cejas. Del mentón, de su pecho, de su andar. Ella era el manantial del agua pura y él tenía la sed que requería. 

Ese día, pasando frente a una venta de hamburguesas, su cabeza se inclinó hasta ese punto en el que reposó los labios en su boca. La naturaleza los limpió para el momento. Nadie dijo nada pues sobraban las palabras. Sólo se percibía el aroma de dos cuerpos. Por fin se sentía la verdad de aquellas finas manos. Cada corazón arde en reposo. ¿Aceptas ser mi novia? Esa pregunta al parecer fue sorpresiva. Ya no es usual utilizarla, pero ese gesto puso la cereza en el pastel. Sí, era él. ¿Un hombre a la antigua? 

Un poco tímido por la proeza, esperaba la respuesta. La luna confabuló para alumbrarles sólo a ellos. A un pantalón de lona desgastada y a una falda secretarial de quinto o sexto. La respuesta es sí. ¿La sellamos con un beso? Así nacía un dulce sueño. Para los dos, el mejor beso del mundo. Un beso tierno que empezó rozando la piel de forma suave, hasta lograr la conexión de un solo aliento. Seguir la voz hasta su origen. Una sensación alucinante que duró treinta segundos. El tiempo justo para dibujar labio con labio y descubrir la coincidencia de lo dulce con lo oscuro de cerrar los ojos. No es un juego, es brindar lo bueno de dos mundos. Con el tiempo se contaron cada paso que siguieron para darle vuelta al cielo. Y se enteraron de los pensamientos uno a uno. Una rosa entregada en el día del cariño, se abrió para mostrarles que caminaban por buen rumbo. 

Ella le dijo que ama la sinceridad de su mirada y que cada cosa que hace, se la guarda en el corazón. Él le dijo que sus ojos brillan cuando deja salir la luz de estrella que vive en su alma, una luz que tiene por ser mujer y por ser bella. 

Como se dieron el primer beso bajo el agua, él le dice que ella es un pez, ella le dice que él es un gato.

Eso recuerdo…, y es lo que hace que celebren con tanta intensidad otro día del cariño, a cada rato.

Edwin Rolando García Caal 
Guatemala