lunes, 15 de agosto de 2011

La frontera

Mi nombre es Miguel. Algunos me llaman Mike, por eso de las locuciones inglesas que provocan la transculturización en los pueblos. Como podrán ver soy una persona letrada. Pero no siempre fue así. Porque cuando tenía 16 años, era un joven normal y con aspiraciones normales. Pero en ese año cambió mi porvenir.
Tenía una novia, bonita, sincera, cariñosa y locamente enamorada de mí. Era un año menor. Hicimos todo lo que de forma romántica se puede hacer.  La llevé a pasear a la Antigua Guatemala. Nos tomamos fotos en todos los lugares posibles y nos besamos apasionadamente en cada esquina de esa joya arquitectónica que en los documentos dice que es patrimonio de la humanidad.

También fuimos al parque de diversiones llamado Esquilandia. Nos gustaba jugar a los carritos locos y deslizarnos con los ojos cerrados del resbaladero gigante. Aunque aquí entre nos, ahora que lo veo no es tan gigante. También íbamos juntos a la iglesia. Ella y yo cantábamos en el coro. Allí fue donde nos conocimos. Teníamos lo que podría decirse el amor más puro que se puedan imaginar. Jamás le hice una propuesta indecente, estábamos bien centrados en los preceptos que aprendimos de la biblia. Aparte de eso, teníamos temor. Los embarazos no deseados acaban con la reputación y con el futuro de cualquier hombre.

Sí, dije hombre. A mis dieciséis años yo no esperaba más de las responsabilidades de un adulto. Mi mamá era madre soltera. Con tres hijos de los cuales yo era el mayor. Recuerdo que cuando cursé el sexto grado, mi madre dijo: “hasta aquí llegan mis fuerzas, hijo”. Una exclamación que yo comprendí muy bien. Así que busqué trabajo. Por suerte y siguiendo un anuncio de los clasificados amarillos, llegué a un lugar en donde casé como anillo al dedo. Era un lugar en donde vendían Biblias, catecismos y llaveros religiosos. Sí, necesitaban a alguien que tuviera conocimiento de la Biblia y yo, estaba en la iglesia.

Me convertí en un buen vendedor. Era el empleado que más llaveros y catecismos vendía y por lo tanto logré una buena remuneración. Recuerdo que en una oportunidad visitando todas las casas de una cuadra, una señora me vio y se escondió dentro de su vivienda. Cuando toqué, salió una niña que por supuesto, me dijo que estaba sola. Inmediatamente busqué en el catecismo los diez mandamientos y le señalé el que decía “no mentirás”. Luego le pedí que le llevara el catecismo con el mandamiento señalado a su mamá. Al rato salió la señora a devolverme el catecismo con toda la pena del mundo. Y allí vendí un llavero, un catecismo y una biblia. Ganaba medianamente bien.

Aparte de darle su mesada a mi mamá, ese era el dinero que utilizaba para salir con mi novia. Todos los viajes los hicimos en camioneta. Pero ni ella, ni yo nos sentimos incómodos jamás. Éramos lo que podía decirse una pareja armónica. Por supuesto que el coro se hizo famoso. Así que en una oportunidad nos invitaron a una iglesia de la zona 5. Muy lejos de nuestra parroquia. Fuimos ambos. Yo, por supuesto, ya no pedía permiso en mi casa. Ella sólo le dijo a su mamá que íbamos a la iglesia.

Ese día se hizo la revolución. Sus papás la fueron a buscar a nuestra parroquia y no la encontraron. Así que se fueron a buscarla a mi casa y como sabrán, no estábamos allí. Para colmo de males, nuestro coro sonaba muy bien, así que nos pidieron más y más coritos y nosotros estábamos muy animados. El seminarista que dirigía el coro, decidió acompañarnos para explicar el retraso. Cuando llegamos a la casa de ella, no había nadie por lo que optó por retirarse. Ella entró a su casa, se cambió y luego decidió acompañarme a la mía. Allí estaban sus papás, esperándonos.

Fue la primera vez que conocí la verdadera furia de sus padres. Mientras su papá le jalaba el pelo, su mamá le daba manadas en la espalda y en el estómago. Hasta yo recibí mi cuentazo en la cara por intentar impedir el alboroto. El señor me dijo: No te acerques o no respondo. Mi mamá me dijo, ellos son los padres, tienen todo el derecho. Me mordí los labios y lloré en silencio. Me prohibieron que saliera nuevamente con ella. Así que nuestro noviazgo pasó la frontera hacia lo escondido.

Pero aún así nos divertimos. La pasábamos súper bien. En una oportunidad le dije que tenía una propuesta muy difícil. Era una prueba de amor y no sabía si ella aceptaría. Me dijo que le hiciera el planteamiento. Yo le dije que era muy difícil para mí decírselo. Pero al fin, entre tanta insistencia se lo dije. Quiero que… grite en una camioneta, con todas sus fuerzas “amo a Mike” a ver si se atrevía. Y lo hizo. Quieren saber si era feliz. Sí lo era. A pesar de mi pobreza y a pesar de mi destino.

La navidad de ese año, fuimos a cantar la misa de las diez de la noche. Era navidad, todos quemaban cohetes, canchinflines y estrellitas. Cuando la iba a dejar a su casa, yo me escondía detrás de un poste. Esa noche me sorprendió que no le abrieran la puerta. No hay nadie, regresó a decirme. Esperamos media hora y nada. Vamos a mi casa, le dije. En mi casa, mi mamá la recibía como a una reina. Se llevaban muy bien. Comimos tamal y chocolate. Luego fuimos a quemar canchinflines. Hablamos, nos besamos, jugamos y soñamos con el futuro.

Yo creo que el tiempo, se hizo a un lado y permitió que nuestro amor pasara la frontera de las promesas y optara por el sendero de las decisiones. Hablaré con  tus padres, le dije. Dejamos el tizón con el que se encendían los canchinflines y vimos la hora, eran las 6 de la mañana. Pero ninguno de los dos sentimos el tiempo. Yo sé que muchos me comprenden. Nos despedimos de mi mamá y le conté nuestro propósito. Dios los acompañe, me dijo.

Llegamos a su casa y la luz estaba encendida. Toqué la puerta y más tardé en retirar la mano que en recibir tremendo puñetazo en la cara, porque su papá estaba detrás de la puerta esperando. Me dijo de todo. Su mamá gritaba que mi novia había pasado la noche conmigo. Que yo era un muerto de hambre y que jamás estaría a la altura de su familia. Algo irónico, pienso yo, porque su casa tenía piso de tierra, era de adobe y la lámina ya estaba oxidada. Yo vivía en una casa de esas que regaló el Banvi, por lo menos era más presentable. Pero en fin. Estuve insultado, golpeado y humillado porque el señor me dijo que si no llegaba con mi papá, que mejor no me apareciera por allí. Ellos sabían que yo no tenía.

Por supuesto que oí detrás de la puerta, cómo le pegaban con un cincho de caballo. Sus gritos son lo más cruel de mis recuerdos. No salió de su casa en días. Es más, no la volví a ver. Mi mamá me contó que a los quince días la casaron con alguien de su misma iglesia. Porque la noche de navidad, sus padres se habían bautizado por la iglesia evangélica y por eso fue que no estaban cuando llegamos. Ni siquiera me enteré de la ceremonia. Yo la esperaba en la misa, en el coro. Pero nunca volvió.

Hay palabras que duelen, hay otras que hieren. Ellos me dijeron que yo era y sería un muerto de hambre, y que nunca pasaría de zope a gavilán. Son esas palabras que los adultos saben manejar muy bien. Mi novia estaba en segundo básico y yo sólo tenía sexto primaria. Ese mes de enero me inscribí en el instituto. Y estudié, claro que estudié. Trabajaba y estudiaba. Tuve maestros muy comprensivos. Como el profesor Saavedra, del curso de didáctica de la matemática, que mientras rompía el trabajo mediocre de algunos compañeros, y lo echaba al cesto de la basura, me veía pasar por la fila de los que no lo habían llevado. Era estricto, recuerdo. Pero me supo motivar muy bien, porque me dijo: usted profesor no puede estar allí entre los que no lo entregaron, ya le puse 100, hay lo entrega cuando tenga tiempo. Usted trabaja, no como esta partida de huevones que sólo se dedican a estudiar.

Estudié magisterio. Y me hice maestro, que fue hacerme sembrador. Trabajé en una escuela de Fe y alegría y estudié en la universidad. La universidad estatal, por supuesto. Mis recursos cada vez se hacían más escasos, porque me gustaba ahorrar el 50% de lo que ganaba. Era eso o nada, si quería mejorar mi futuro. Me gradué con honores. ¿Novias? Ninguna. Cinco días después de graduado conseguí una beca en otro país y me fui. Dos largos años. Regresé con una maestría e inmediatamente me puse a estudiar el doctorado.

Tengo un buen ingreso, pero intento ser una persona humilde. Sigo viajando en camioneta porque estoy consiente de los problemas ambientales y no pienso contribuir al calentamiento global  con las emisiones de CO2 que emiten los vehículos. Por supuesto que tengo carro, pero sólo lo utilizo para eventos especiales. Todo mi dinero lo he invertido en la construcción de mi casa de los sueños. Algunos dicen que es una mansión, yo sólo digo que es un lugar en donde puedo sentirme dueño de mi destino.

Hace tres años, la encontré de nuevo. Subió a la misma camioneta que yo. Fue casualidad por que ya no vivo en la misma colonia. Inclusive vivo en otro departamento. No vi con quién subió, por lo tanto me porté precavido. Pero la curiosidad hizo que con escuela la volteara a ver. Ella aprovechó el momento para llamarme con señas de la mano. Me paré y me detuve a la par de ella. Ella estaba sentada. Al verme cerca lloró. Sólo se me ocurrió hacerle una pregunta, quizás tonta: ¿Le pega? Dijo no con movimientos de la cara. Entonces hice una media pregunta: ¿Entonces? Ella respondió: ¿Cómo no voy a llorar, si el hombre a quien yo amo está enfrente de mí?  Son palabras que fulminan.

¿Tiene tiempo? preguntó. Todo el tiempo del mundo, le respondí. ¿Esposa? No. ¿Novia? No. Lo sé me dijo. Se lo pregunté a su mamá, una vez que la encontré. Le dije suegra. Ella me comprende. Vamos a tomar un café, -me invitó-. Su uniforme me dio mucha información. Trabajaba en un restaurante de pizza. Se veía bonita. Nos tomamos el café más frío que había probado. Aunque lo sirvieron caliente. Me consta. Me contó de su esposo. Creo que es el hombre perfecto. Para empezar es más guapo que yo. O más bien dicho, él es guapo. Es carpintero. No tiene estudios. Ella se quedó en segundo básico. Yo le mentí. Le dije que era Maestro de educación primaria. Qué más da. No la quería hacer sentir mal.

Su esposo cuida a su nena. Como es carpintero tiene el negocio en la casa. Lava los trastes, lava la ropa, cocina, la lleva al colegio. Es celoso. La va a traer todos los días al trabajo y la va a dejar. Tiene un carro. Con toda esa información hasta yo lo recomendaría como esposo. ¿Entonces? Le pregunté. ¿Hoy no la fue a traer? Es que salí tres horas antes, me informó. ¿Usted quiere saber si soy feliz? No lo soy.

De los cinco días de la semana, discutimos ocho. Yo quiero ponerle piso a la casa y él dice que en la Biblia está que eso es pecado de codicia. Quiero echarle terraza a la casa y me dice que soy ambiciosa. Pero sobre todo, no lo quiero. Y me he encargado de hacerle la vida de cuadritos a mi mamá. Cada vez que estamos en lo más denso de la pelea, la llamo y le digo. Vení a platicar con tu esposo perfecto, a ver si lo convencés de que cierre el pico. Mi mamá llora y llora y me pide perdón, pero mientras siga casada con él, no la voy a perdonar.

Sentí mucho rencor en sus palabras y sobre todo me sentí culpable. He tenido fantasías con usted todas las noches desde aquel día, afirmó. Quiero que mi mamá lo mire, que vea que usted es maestro. Que ha progresado. Esas palabras aumentaron mi culpabilidad. Y si le dijera que he ido más allá de la frontera del progreso. Eso es algo que no haré. Yo la escuché hablar, pero estaba en otro lado. Viendo sus labios y escuchando aquella voz, tan bonita, tan melodiosa, viendo esos ojos color de miel. Sentí que tenía que hacer algo, porque realmente tenía problemas. ¿Y si usted se diera cuenta que no soy el hombre que ha imaginado? Eso jamás lo sabremos, me dijo.

¿Engañaría a su esposo? Si es con usted, sí. Lo afirmó con una seguridad tal que era nueva para mí. Por supuesto que el tiempo le había dado mayores capacidades. Así que planeé una estrategia de ayuda. Si le demostraba que no era el hombre de sus sueños, podría arreglar su matrimonio. Era todo, era ella. Allí estaba yo, un hombre de treinta años, sin novia, sin esposa, intentando convertirme en el vudú de los problemas maritales. ¿De cuánto tiempo disponemos? Le pregunté. Dos horas, me dijo. Pero me tiene que llevar de vuelta al trabajo. Diré que olvidé mi monedero. Asentí con la cabeza. ¡Qué locura! Estaba pasando la frontera de la honestidad y de la cordura. Por supuesto que la última vez que yo había ido a la iglesia, había sido a los 17 años.

Perdimos una hora buscando un lugar. La falta de costumbre en esos menesteres hizo que ella encontrara un motivo para reírse de mí. ¿Qué le pasa profe? me dijo. Creo que no lo sabe todo. Me sentí como un chiquillo escuchando su risa. Al fin encontramos un lugar, que llenaba los requisitos de calidad y sobre todo escondido. Mi plan estaba listo, pero todo cambió. Entre sus brazos, me sentí emocionado y el amor presentí. Ella logró un orgasmo a los 5 minutos de haber empezado. Fue una locura, en realidad, sí éramos compatibles, hasta en eso. Daba gritos de alegría y me confesó que nunca había sentido un orgasmo. La verdad, yo proseguí hasta que los dos traspasamos la frontera de lo imaginado. Intercambiamos números de teléfono. La fui a dejar a su trabajo, por lo que obtuve más información. Conocí el susodicho y el carro que tenían.

Que gran fracaso el mío. Nada salió como lo tenía planeado. Pero qué más da. Eso ha sido lo más bonito que me ha sucedido. Le preparé una sorpresa. La inscribí en un Liceo de la zona 1, los días sábados para que estudiara básicos por madurez. Le preparé una carta para el trabajo solicitando el permiso y por supuesto, acompañado de todos los artículos del código de trabajo que permiten esa situación. Lo que podría parecer hasta tonto, es que me inscribí yo también. Quedamos en el mismo salón. Bueno, eso lo tuve que arreglar. Así que inicié un camino totalmente desconocido. Una frontera por la que no había pasado y eso que ya he viajado hacia varios países. Su esposo, jamás se enteró del asunto. La fue a dejar como todos los sábados temprano. La fue a traer cuatro horas más tarde, porque ella tuvo que negociar trabajar por la tarde en compensación del permiso de la mañana. Su esposo se dio a la tarea de vigilarla durante dos meses todos los días sábado por la tarde, porque no estaba muy convencido de que la hicieran trabajar todo ese tiempo.

Desde lejos, vi como se apostaba con su carro, en la esquina opuesta del restaurante. Después de dos meses se dio por vencido. Han pasado tres años desde aquellos sucesos. Hemos vivido el amor más loco que pudieran imaginarse. Recibió su diploma de tercero básico y nos pusimos a estudiar el bachillerato por madurez. Ha logrado los mejores punteos. Encontramos un hotel que alquilé por mes. También le paso un cheque mensual por las horas extras trabajadas los días sábados. Con ese dinero le ha puesto terraza a su casa y piso cerámico. Cuando el esposo se opuso a hacerle mejoras a su casa, la llevé a la procuraduría de la mujer y gracias al código de la mujer, lo sancionaron y lo obligaron a acatar lo que ella deseaba.

Su forma de vestir ha tenido un cambio sorprendente. Ahora sólo usa anteojos de sol. Se pintó el pelo, se ve más juvenil y yo me he vuelto una persona más sonriente. La veo más linda que nunca. Pero estoy escribiendo esto, porque ayer fue nuestra graduación del bachillerato. Al final de la ceremonia nos fuimos para el hotel y me entregó el mejor regalo de graduación. Tiene que ver con fuego y tiene que ver con pasión. Cuando nos despedimos me entregó un papel. Dice textualmente: Creo que estoy lista para recuperar a mi familia, siento mucha paz. Pero sobre todo, ya no debo ser tan egoísta. Quiero que usted forme su propia familia.

Lo habíamos hablado muchas veces. Ella se casó por la iglesia, tiene una hija que es feliz y eso no se puede romper sin causar daño. Ella ha recobrado la cordura. Yo, tengo que despertar. Durante días me ha dominado la desesperación. Fui a su trabajo y me dijeron que renunció. Cambió su número de celular. Podría decirse que empezó una nueva vida. ¿Qué hice? No sé. Unos dicen que fue una buena acción, otros dicen que es el peor pecado del mundo. Lo que he descubierto después del análisis que me ha permitido esta semana de desvelos es que la frontera entre lo bueno y lo malo es muy delgada. Pero espero volverme lo más sensato para lograrla ver.

Guatemala, diciembre de 2003.
Autor: Edwin Rolando García Caal