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jueves, 17 de junio de 2021

Descubriendo a mi papá




Mi mamá era la mujer fuerte y enérgica. Decía cuando hacer las cosas y con qué velocidad. Revisaba mi forma de vestir y corregía mi postura. Me besaba en la frente y siempre buscaba la oportunidad para brindarme sus caricias. Su amor era incondicional. Me cargaba, me daba de comer. Era mi mundo y en ese mundo ella era todo. 

Pero un día, cuando yo tenía 5 años un fenómeno natural afectó las casas de la colonia. Mi madre tuvo mucho miedo. Vimos paredes derrumbarse y lo único que decía era: tranquilo, ya viene tu papá. Hasta ese día yo me preguntaba ¿Quién era ese hombre que según mi mamá salía a las 5 de la mañana de la casa y volvía a las once de la noche cuando yo estaba dormido? Ella decía, tu papá te quiere mucho, pero yo creí que no existía. Eso era porque debido a la crisis económica, en ese tiempo mi papá trabajaba de lunes a domingo. Ella me decía que él tenía tres trabajos. Uno de día, uno de noche y uno para fines de semana. 

Cuando él llegó, mi mamá corrió a abrazarlo y con sollozos daba gracias a Dios que había llegado. También me abrazó y me dijo que no me preocupara. Papá ya está aquí, dijo. Ese día descubrí el poder que mi papá tenía en nuestra familia. No era nada material, era sólo su presencia. Detrás de él mi mamá se sentía segura. Con martillo, clavos y muchas tablas reparó todo lo que el viento había dañado. Yo le ayudé acarreando tablitas y descubrí que él no se sabía mi nombre porque me llamaba campeón.

En otra oportunidad, mi papá llegó temprano. Hablaron un momento y luego vi que mi mamá estaba preocupada. Me dijo, ven tesoro. Vamos a dormir. Tu papá perdió el trabajo y ahora no sé cómo vamos a sobrevivir. Tenemos que pedirle a Dios que nos ayude en el porvenir. Hasta ese día yo creí que mi mamá era la que tenía dinero. Siempre se metía la mano a la bolsa y sacaba monedas para regalarme. A mis seis años de edad descubrí el poder económico que tenía mi papá.

Más adelante, descubrí otras características de mi papá. El televisor no funcionaba, no hay señal decía mi mamá. Yo quería ver caricaturas. ¿Eso se puede arreglar? Le pregunté. Ella dijo, supongo que sí, pero la antena está en el techo. Allí solo tu papá puede subir. Mi mamá hace de todo, pero hay cosas que según me dice, solo puede hacerlas mi papá.

En la escuela, todo iba bien. Aunque hice una travesura. La directora llamó a mi mamá. Hablaron mucho. Ese niño necesita dirección, decía. Mi mamá volvió a casa en silencio, yo caminé tomando con firmeza su mano derecha. ¿Me vas a regañar? Le pregunté. Me dijo: no, pero espera que llegue tu papá. Descubrí a los siete años el poder de autoridad que tiene mi papá. Parece que él atiende esas decisiones que tienen que ver con mi futuro. Yo creo que sus ojos miran más allá. Miran lo que va a pasar mañana. Eso no tiene importancia, dijo. Y vi tranquilizarse a mi mamá.

Para ese tiempo, mi papá ya tenía un solo empleo. Los domingos sin faltar nos llevaba a divertir. Jugamos al baseball. Vi que mi papá tenía mucha habilidad. Es deportista, me confirmó mi mamá. Yo le conté. Estoy aprendiendo a caminar como él. Veo como  se sienta y cuantos pasos da cuando camina. Descubrí que es más fácil imitarlo a él que a mi mamá. Mi mamá me enseñó el significado del amor incondicional. Mi papá me enseñó lo importante que es el éxito en una faena y el deseo de triunfar.

No me da pena, decir que descubrí a mi papá cuando me enfrenté a mi primer dilema. Puedo pasar, le dije en su escritorio. Necesito un consejo. En su experiencia tiene un enfoque diferente. Él mira más allá de lo que ve toda la gente. Tiene los pies bien puestos en la tierra y sabe diferenciar lo que trae beneficios o condena.

Descubrir a mi mamá fue cosa fácil, ella es amor. En cambio, terminé de descubrir a mi papá, el día que mi hijo vino al mundo. Cuando me hice señor.

Autor: Edwin Rolando García Caal

sábado, 29 de octubre de 2011

Ja, ja, ja ja ja



Uno de estos días me subí al Transmetro. Para quienes no saben, en cada uno de esos buses del transporte público hay algunos sillones amarillos con la señalización de NO SENTARSE, a menos que usted sea una persona de la tercera edad, una mujer embarazada, alguien con muletas o madre con un bebe en brazos.

Sin embargo, a veces en el Transmetro no va nadie con esas características y uno risiblemente va parado a la par de un sillón amarillo  vacío. Pues algunas personas, jóvenes o adultos jóvenes, se sientan esperando que en cualquier momento algún trabajador vigilante del sistema de Transmetro les grite: ¡favor de desocupar los sillones amarillos!

Yo prefiero ir de pie. No me gustaría pasar esa vergüenza de que me obliguen a dejar el sillón. Se imaginan: 

¡Señor por favor, déjele el asiento amarillo a la señora de 96 años que va colgando de la puerta, mientras usted va cómodamente sentado! Ja ja, ja ja ja. Se imaginan a todos viéndome con una cara de pocos amigos, como diciendo ¡Y a este tipo qué le pasa! ¿Por qué no es una persona normal?

Bueno. Pues uno de esos días, me subí en la estación del transmetro llamada del ferrocarril, en la 18 calle de la zona 1. El bus iba vacío y un niño y una niña se sentaron cada uno en los dos sillones amarillos de la primera fila. Ambos parecían ya grandecitos. El niño de unos 14 años y la niña de unos 15, al parecer eran hermanos. En el camino, el Transmetro se llenó  y ocurrió lo esperado.

Subió una señora de unos 85 años, con un bastón, de las que a penas puede mantenerse en pie. Desde que llegó a la puerta la señorita vigilante del Transmetro, que la llevaba de la mano, gritó lo acostumbrado: ¡Favor de desocupar un sillón amarillo para que se siente la señora! Todo mundo, le señaló los lugares amarillos ocupados por los niños de esta historia.

La anciana llegó hasta el sillón amarillo ocupado por el niño y se paró a la par. El niño: quieto. Entonces la señora le pregunta: ¿jovencito, no me piensa dar lugar? El niño: quieto. La hermana se le queda viendo y luego le da un codazo, en un gesto de quien dice: hay te hablan. El niño: quieto. Vuelve a decir la anciana: ¿no me piensas dar lugar? ¡Los niños bien educados le dan lugar a las personas mayores! El niño: quieto.

Yo sólo observaba, hasta que inesperadamente alguien se le atravesó al bus y el piloto frenó con brusquedad, haciendo que la pobre señora de 85 años fuera a dar a los brazos de un pasajero. Todavía la señora le dice: disculpe joven, es que no iba bien agarrada. Al ver el suceso me molesté. Eso es cosa rara en mí. 

Tomé al chiquillo del brazo, con un poco de brusquedad y le dije: ¡Deje que la señora se siente! El niño: quieto. Entonces grité: ¡ninguno de los dos reacciona, ni el hermano, ni la hermana! ¡Qué poca educación tienen! Están viendo que la señora ya se cae y ninguno hace por darle el lugar. El resto del público secundó mi comentario, mientras todos los pasajeros voltearon a ver al niño y a la niña. Quienes a pesar de todos los comentarios, continuaban ocupando los sillones prohibidos. 

Una señora les grita: ¡Patojos malcriados, denle lugar a la señora, no sean cínicos! El niño y la niña: quietos, poniendo una cara de “no me molesten”.

La señora que les gritó malcriados, se puso de pie y sugirió: ¡Siéntese aquí señora! Yo me voy a parar. ¡Patojos maleducados! ¡Yo no sé por qué hay padres que no les enseñan un poco de respeto a los hijos! Total, el tema ya era conversación en todos los pasajeros, quienes abiertamente y en voz alta, criticaron lo correspondiente.

Tres paradas del Transmetro después, un vigilante del sistema le habló a los niños por la ventana gritando: ¡jóvenes, hagan el favor de desocupar los sillones amarillos! El bus continuó y los niños: quietos.

Me tragué mi bilis. Y decidí pensar en alguna cosa bonita. Y se me ocurrió hacer una selección mental de los chistes que compartiría en la siguiente cátedra del curso que imparto. Todo eso mientras llegaba a la parada de la Universidad.


¡Sorpresa fuerte! 



Cuando llegamos a la parada de la Universidad, una señora de unos 35 años bien vestida, que iba sentada en el sillón vecino a donde estaban los niños del relato, se puso de pie y dijo: ¡Vamos mis amores, ya llegamos! 


Ambos niños se pusieron de pie y bajaron del bus, siguiendo a la señora. 


Como ya iba tarde, los rebasé en la pasarela. Sólo alcancé a escuchar, cuando el niño le decía: 


¿Mamá, cuando sea grande voy a estudiar aquí?




Autor: Edwin Rolando García Caal