Historias
Todo es posible, sólo es necesario tener imaginación
viernes, 17 de junio de 2022
Todo se olvida
jueves, 17 de junio de 2021
Descubriendo a mi papá
Mi mamá era la mujer fuerte y enérgica. Decía cuando hacer las cosas y con qué velocidad. Revisaba mi forma de vestir y corregía mi postura. Me besaba en la frente y siempre buscaba la oportunidad para brindarme sus caricias. Su amor era incondicional. Me cargaba, me daba de comer. Era mi mundo y en ese mundo ella era todo.
Pero un día, cuando yo tenía 5 años un fenómeno natural afectó las casas de la colonia. Mi madre tuvo mucho miedo. Vimos paredes derrumbarse y lo único que decía era: tranquilo, ya viene tu papá. Hasta ese día yo me preguntaba ¿Quién era ese hombre que según mi mamá salía a las 5 de la mañana de la casa y volvía a las once de la noche cuando yo estaba dormido? Ella decía, tu papá te quiere mucho, pero yo creí que no existía. Eso era porque debido a la crisis económica, en ese tiempo mi papá trabajaba de lunes a domingo. Ella me decía que él tenía tres trabajos. Uno de día, uno de noche y uno para fines de semana.
Cuando él llegó, mi mamá corrió a abrazarlo y con sollozos daba gracias a Dios que había llegado. También me abrazó y me dijo que no me preocupara. Papá ya está aquí, dijo. Ese día descubrí el poder que mi papá tenía en nuestra familia. No era nada material, era sólo su presencia. Detrás de él mi mamá se sentía segura. Con martillo, clavos y muchas tablas reparó todo lo que el viento había dañado. Yo le ayudé acarreando tablitas y descubrí que él no se sabía mi nombre porque me llamaba campeón.
En otra
oportunidad, mi papá llegó temprano. Hablaron un momento y luego vi que mi mamá
estaba preocupada. Me dijo, ven tesoro. Vamos a dormir. Tu papá perdió el
trabajo y ahora no sé cómo vamos a sobrevivir. Tenemos que pedirle a Dios que
nos ayude en el porvenir. Hasta ese día yo creí que mi mamá era la que tenía
dinero. Siempre se metía la mano a la bolsa y sacaba monedas para regalarme. A
mis seis años de edad descubrí el poder económico que tenía mi papá.
Más
adelante, descubrí otras características de mi papá. El televisor no
funcionaba, no hay señal decía mi mamá. Yo quería ver caricaturas. ¿Eso se puede
arreglar? Le pregunté. Ella dijo, supongo que sí, pero la antena está en el
techo. Allí solo tu papá puede subir. Mi mamá hace de todo, pero hay cosas que
según me dice, solo puede hacerlas mi papá.
En la
escuela, todo iba bien. Aunque hice una travesura. La directora llamó a mi
mamá. Hablaron mucho. Ese niño necesita dirección, decía. Mi mamá volvió a casa
en silencio, yo caminé tomando con firmeza su mano derecha. ¿Me vas a regañar? Le
pregunté. Me dijo: no, pero espera que llegue tu papá. Descubrí a los siete
años el poder de autoridad que tiene mi papá. Parece que él atiende esas
decisiones que tienen que ver con mi futuro. Yo creo que sus ojos miran más
allá. Miran lo que va a pasar mañana. Eso no tiene importancia, dijo. Y vi
tranquilizarse a mi mamá.
Para ese
tiempo, mi papá ya tenía un solo empleo. Los domingos sin faltar nos llevaba a divertir.
Jugamos al baseball. Vi que mi papá tenía mucha habilidad. Es deportista, me
confirmó mi mamá. Yo le conté. Estoy aprendiendo a caminar como él. Veo
como se sienta y cuantos pasos da cuando
camina. Descubrí que es más fácil imitarlo a él que a mi mamá. Mi mamá me
enseñó el significado del amor incondicional. Mi papá me enseñó lo importante
que es el éxito en una faena y el deseo de triunfar.
No me da
pena, decir que descubrí a mi papá cuando me enfrenté a mi primer dilema. Puedo
pasar, le dije en su escritorio. Necesito un consejo. En su experiencia tiene un
enfoque diferente. Él mira más allá de lo que ve toda la gente. Tiene los pies bien
puestos en la tierra y sabe diferenciar lo que trae beneficios o condena.
Descubrir a
mi mamá fue cosa fácil, ella es amor. En cambio, terminé de descubrir a mi
papá, el día que mi hijo vino al mundo. Cuando me hice señor.
miércoles, 16 de junio de 2021
Un hombre con la cabeza blanca
Recuerdo el
pelo blanco que cubría su cabeza. Siempre haciendo chistes para hacer reír a la
familia y a las amistades. Era un abuelo feliz. Al salir a la calle saludaba a
todos los vecinos. Todos lo conocían. Yo me hacía el impaciente porque quería
llegar rápido a la tienda y comprar el helado que me había prometido. Pero él
tenía tiempo. Tenía todo el tiempo del mundo, no tenía las presiones de mi
papá, ni los apuros de mi mamá. Su paso era lento, como observando con detenimiento
las maravillas de todo lo que nos rodea. No quería ahorrar. Me dijo: pasé toda
mi vida ahorrando, por eso ahora tengo tiempo para gastar mis ahorros y
disfrutar con ese dinero las cosas buenas de la vida, pero todo con medida. Todo
con medida. Era curioso escuchar que repitiera siempre las últimas frases de
cada oración, como enseñando que lo mejor está en el final. No sé cómo
funcionaba su cabeza. Un día le pregunté si sus ahorros eran muchos y me dijo,
es que no fui tonto, yo pagué seguridad social. Cuando seas grande sabrás qué
es eso.
Cuando me
siento desanimado recuerdo esos sentimientos de felicidad que transmitía. Él
era feliz con mi hermana y conmigo. Eso creo que era el resultado de nuestro
interés por pedirle que contara más historias. Nadie quería escucharlo porque
decían que repetía mucho las historias. Eso nos gustaba. Abuelo, decía mi
hermana: puedes contarnos otra vez la historia de cuando saltaste de una peña
hacia la punta de un pino. Entonces él se emocionaba y nos llevaba al sillón. Vengan
pues, nos decía. Contar historias era su alegría.
Siempre
cargaba un maletín café rojizo. Sólo él sabía la combinación. Al abrir el
maletín uno podía observar que llevaba galletas, angelitos y botonetas, sus
lentes para leer y unos papeles, no sé de qué. Lo abría y nos regalaba algo de
su maletín. Siempre hay que estar prevenidos, afirmaba. Cuando el hambre
aprieta no hay nada mejor que una botoneta. Mi abuela comentaba que escondía
allí sus chucherías porque tenía prohibido comer chocolate. El café siempre lo
tomaba hirviendo. Si no estaba muy caliente entonces no lo quería. Yo creo que
su lengua ya no sentía porque solo él podía tomar ese café. Todos los demás que
intentamos probarlo nos quemamos la boca. Su cincho era de cuero, pero muy
ancho en comparación con los cinchos del resto de varones en la familia. El
pantalón siempre le quedaba arriba del ombligo. Su vestimenta siempre de tela,
no usaba pantalones de lona, ni zapatos tenis. Debía ser formal. Eso decía. Genio
y figura hasta la sepultura, hasta la sepultura.
Siempre
esperamos su visita. Cuando nos veía, sin pedir permiso apagaba la televisión y
decía: dejemos de ver tanta tontería. Llegó el momento de la alegría. En su
casa era otra historia. Cada foto que colgaba en la pared tenía su propia leyenda.
En esta foto estábamos iniciando nuestra vida. No había luz, no había agua. A
veces en la cena no había nada de comida. Comimos una tortilla y nada más. Nada
más. Por eso hay que estudiar. Hay que prepararse para que no cueste ganarse la
vida. Si descansas cuando tienes que trabajar, trabajarás cuando tienes que
descansar y allí ya no tendrás las mismas fuerzas. No tendrás fuerzas. Como don
Lencho. ¿Lo han visto? Allí va, empujando la carreta del pan. Con ochenta y
cinco años encima. El pobre no tiene nada para comer. Tiene que trabajar.
Cuando éramos jóvenes yo le dije, vamos a trabajar. Él me decía, que trabajen
los bueyes. La vida se hizo para descansar. Ahora lo ven. Tendrá que trabajar
hasta el último día de su vida. De su vida.
Mi abuelo
no quería telas de araña en su casa. Cargaba un bastón y lo utilizaba para
quitar telas de araña. No dejen que las casas se vean viejas, decía. Una casa
vieja trae tristeza. A mí me gusta la alegría. La alegría de noche y la alegría
del día. Del día. Qué escribes abuelo le pregunté cuando lo vi sentado en su
gran escritorio de madera. Las cosas que se me olvidan, me dijo. A escondidas
revisé su agenda. No eran cosas de importancia. Solo eran fechas e iniciales.
Le pregunté: abuelo qué son esas fechas que hay en tu cuaderno. Él me dijo: son
los recuerdos más importantes que debo tener. Las fechas de cumpleaños de todos
mis nietos. Esas fechas me dicen cuando comeremos pastel. Rico pastel.
El abuelo
tenía muchos diplomas. Si los hubiera puesto en una sola pared, no se vería la
pared. Sus diplomas estaban colocados en marcos de bronce, pero los tenía
guardados en las gavetas de su gran escritorio de madera. También había muchos
detrás de sus libros. Abuelo ¿estos libros no los lees? Claro que sí, me decía.
Ya los tengo aquí en mi cabeza. Están aquí para que venga otra cabeza con
interés de aprender. Serán mi herencia para el nieto más inteligente. ¿Y ese
nieto puedo ser yo? Le dije. Claro que sí. Vas a llegar alto, muy alto. Y
también vas a leer todos estos libros. Tal vez un poco más. Mientras tanto
léete este: se llama “El mundo del misterio verde”. Sabes un secreto. Los
libros son como los trenes. Nos llevan de paseo hacia lugares muy bonitos. Y
todos esos viajes hiciste abuelo. Esos y más. Muchos más. Los hice para tener
mucho que contar. El que más lee más historias cuenta. El que más historias
cuenta, tiene más amigos, porque a las personas les gustan las historias. La
persona que no lee es una persona solitaria. ¿Tú no quieres vivir solo verdad?
Lo que más
me gustaba de mi abuelo era que nunca me dejaba con dudas. Siempre tenía una
respuesta para todas mis preguntas. Los otros adultos me decían, a saber. Mi
abuelo me decía, ven te lo voy a explicar y al final de cada explicación
siempre había un consejo. Me contó que los días felices son de mucha luz. Cada
vez que hay un día feliz, un pelo de tu cabeza captura esa luz y en lugar de
negro se vuelve blanco. Tú has sido muy
feliz abuelo. Claro que sí, me decía. Claro que sí. Pero cuando no tenías
comida en la cena, ¿por qué eras feliz? Ahhh, porque ese día no iba a leer un
libro, sino a escribir uno. Porque entre esos libros que ves allí, también
están los libros que cuentan mi propia historia. Y esos libros dan más alegría,
no ponen un pelo blanco, sino dos pelos blancos.
Ahora que
estoy grande, reviso los libros de mi abuelo y me gusta leer más los que
cuentan su propia historia. Aunque parecen mágicos. Él fue un escritor. En sus
libros cuenta cosas simples pero de una forma mágica. No sé qué tenía en su
cabeza, porque no veía las cosas como la gente normal. Tal vez porque su cabeza
era blanca. Veía una piedra en el camino y chas un libro que hablaba de las
piedras. Vio una mariposa y chas escribió su libro “Cazadora de mariposas”. Mi
abuelo era un hombre con la cabeza muy blanca porque era un hombre muy feliz. Un
día quise darle una sorpresa. Me eché harina en la cabeza y fui a abrazarlo. Le
dije: abuelo, estoy muy feliz. Se nota me dijo. Se nota.
Ahora que
escribo esta nota, recuerdo sus ojos achinados. Sus pupilas color café, su
vicio por los frijoles con pan francés, su taza de café hirviendo y su maletín
con botonetas. Sé que fue un gran hombre. Sus recuerdos me han hecho desear
solo cosas buenas. A diario escucho en mi mente sus consejos de lo que puedo
hacer y no hacer. Pero lo mejor de todo, es que me enseñó lo que significa ser un
hombre con la cabeza blanca.
Autor: Edwin Rolando García Caal
martes, 15 de junio de 2021
Graduación sin un graduado
Quienes me
conocen saben que mi carro no es generación 10 años. Es más, el pobre ya ha
recorrido más de 20 años y soy su tercer dueño. Aun así no me quejo. Es un carro de aguante. Nunca me ha dejado
tirado. Siempre que se descompone lo hace cuando ya está frente a mi casa. Eso
es una bendición porque yo sé absolutamente nada de mecánica automotriz. Sin
embargo, el día de ayer sí me dio un buen susto. Como mi casa se ubica en el
kilómetro treinta, es de considerar que en muchos kilómetros a la redonda no
hay un servicio mecánico o de grúas que se localice a la mano. Se recorren
kilómetros y kilómetros de carretera con pura vegetación a los lados. Sin
postes de alumbrado público. Eso no es extraño, estamos en el área rural de
Guatemala.
Ahora bien,
ayer fue el acto de graduación y juramentación de los nuevos profesionales
universitarios, en donde el Colegio de Profesionales impone el pin de nuevo
miembro y todo lo demás que tiene que ver con pertenecer al distinguido gremio.
El acto estaba preparado para las siete en punto de la noche. Compré mi saco
azul oscuro, mi camisa blanca de manga larga, una corbata de buena imagen, zapatos
lustrados y listos. Hora de salida: diecisiete horas en punto. Destino: zona
quince de la ciudad capital de Guatemala. En el momento exacto abordé mi nave y
salí rumbo a la emotividad bien merecida. Sin embargo, ya en la carretera el
carro se empezó a sentir mal. Primero le dieron ligeros vahídos. Parecía que el
timón se mantenía firme pero el carro en breves segundos se movía hacia la
derecha. Igual que los mareos que mi tía tiene cuando se agarra de las puertas.
Eso me alertó, así que moderé la marcha y decidí ponerle más atención. A los
cinco kilómetros de marcha le dio diarrea, porque inició a tirar la gasolina
por el escape. Yo exclamé ¡Dios mío, estamos todavía muy lejos de una
gasolinera! ¡Aguanta carrito, aguanta!
Otros cinco
kilómetros y pum, le subió la fiebre. La aguja de temperatura estaba
acercándose a la parte roja. Justo en el kilómetro veintiuno me tuve que orillar
porque la fiebre era tan alta que el carro empezó a vomitar. Levanté el capó y
era toda una melcocha. Estaba expulsando por el sartén que tiene sobre el motor,
una cosa como leche chocolatada muy espesa y parecía que estaba hirviendo porque
brotaba como “poporopos” (nombre que se le da en Guatemala a las palomitas de maíz).
¿Qué hago? Me pregunté. Ni siquiera puedo acercarme porque ensuciaría mi traje.
En esos profundos minutos de meditación estaba cuando de pronto un pick up rojo
se detiene a una distancia de 20 metros delante de mi carro. Todo mundo
pensaría que querían ayudarme, pero un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. De
esas sensaciones que imagino siente el hombre araña cuando sus antenitas de
vinil están detectando la presencia del enemigo.
Veo de
frente a los hombres que saltan del pick up; caminan tres a la derecha del pick
up y tres a la izquierda. En su cintura se observan las pistolas. Se me ocurre
bajar el capó. Entrar al carro y con mi cabeza inclinada sobre el timón y con
los ojos cerrados pedirle a Dios con toda la fe que es posible que me libre de
todo mal. Le pido una oportunidad de vida. Le pido que arranque el carro. Doy
vuelta a la llave y qué les parece que el carro arrancó. Entro con velocidad a
la carretera y me dirijo hacia la ciudad
capital. Veo por el retrovisor que los hombres corren se suben al pick
up e inician una persecución que no es normal. Le pedí a Dios que me
acompañara. El carro estaba reaccionando muy bien. No bajó la velocidad. No
permitió que me alcanzaran. Fueron tal vez los minutos de más adrenalina que he
pasado en mi vida.
Tenía miedo
que al llegar a la subida con la que se llega a la ciudad capital el carro se
detuviera. Revisaba el retrovisor, el pick up venía detrás. No sé qué quieren. Recordé
que un mes antes me habían detenido cuando salí a las tres de la mañana de mi
casa. En esa oportunidad tenían gorros pasamontaña y me detuvieron. Parado
frente a un carro negro de vidrios polarizados escuché cuando el presunto jefe
les dijo, no es él. ¿Será que nuevamente se confundieron? No me voy a quedar a
preguntar. El carro no se detuvo. Está sacando humo sobre el motor, pero le
pido a Dios que no me abandone. Por fin llegué a Metro Norte, cruzo para la
calzada de La Paz. El pick up me sigue. No hay duda que me vienen siguiendo. Lo
bueno es que el camino es de bajada. Siento mayor fuerza en el carro. También
es una suerte que fuera día domingo. No hubiera sido fácil llegar tan lejos si
fuera un día entre semana. Voy subiendo por la zona cinco. Ya estoy cerca,
cruzar a la derecha y llegar al Colegio de profesionales. Todo el camino fui
deseando que estuviera una patrulla de la PNC, pero es como si se tomaron un
descanso general. Ya estoy cerca de la Escuela Politécnica, en esta ruta no hay
semáforos. Bajaré hacia la entrada de la zona 15. Ya se ve el Colegio.
Por suerte ir
hacia el parqueo es de bajada. Me detengo en la entrada y le digo al agente de
seguridad que me ayude. El pick up se estaciona en la entrada del Colegio. No
hacen ningún movimiento. Le indico al agente que pida ayuda, sus dos compañeros
lo acompañan. Sólo quieren preguntar qué necesitan. Al momento de acercarse los agentes a cinco
metros del pick up, éste arrancó y se fue. Bajé el carro apagado hasta el
parqueo y lo dejé a medio estacionar. El acto ya había terminado. Mis
compañeros se acercaron a preguntar. Con dos en particular hicimos buena amistad.
Sus nombres: Matías y Amílcar. Ellos afirmaron ¡Llegar tarde a su propio acto de graduación
es el colmo vos! Les mostré mi carro. ¡Vengan a ver! El carro estaba realmente desahuciado.
Uno de ellos me explicó. Se pasó el agua al aceite y se mezcló con la gasolina,
se tapó por completo el filtro de aire y la mezcla llegó al carburador. Luego
preguntó ¿Cuánto te cobró la grúa? Yo le dije ¿Cuál grúa? El carro me trajo
hasta aquí porque me venían siguiendo. Los dos creyeron que yo era un
mentiroso. Y uno de ellos exclamó: ¡Este carro no se mueve solo, ni un metro y
debió apagarse despuesito de que se pasó el agua al aceite! Yo no dije nada. Eso
será algo que quedará guardado en mi memoria.
Ni siquiera
estaba molesto por perderme el acto de graduación. Estaba feliz y me sentía
humilde. Había presenciado un milagro y eso pocas personas lo viven. Es una percepción
que te llena de profundo agradecimiento. Es una sensación de seguridad plena.
No estoy solo. Gracias a Dios, como buenos compañeros me ayudaron a remolcar el
carro hasta llegar con un mecánico. Qué aventura. El mecánico no me creyó, mis
amigos no me creyeron. Eso no me molesta. Se repite en mi mente lo que pasé esa
noche y nuevamente me siento profundamente agradecido. ¿Qué se siente estar en
un acto de graduación universitario? No lo sé. Solo sé que una vez hubo un acto
de graduación sin un graduado y ese graduado, era yo.
Autor: Edwin Rolando García Caal