Quienes me
conocen saben que mi carro no es generación 10 años. Es más, el pobre ya ha
recorrido más de 20 años y soy su tercer dueño. Aun así no me quejo. Es un carro de aguante. Nunca me ha dejado
tirado. Siempre que se descompone lo hace cuando ya está frente a mi casa. Eso
es una bendición porque yo sé absolutamente nada de mecánica automotriz. Sin
embargo, el día de ayer sí me dio un buen susto. Como mi casa se ubica en el
kilómetro treinta, es de considerar que en muchos kilómetros a la redonda no
hay un servicio mecánico o de grúas que se localice a la mano. Se recorren
kilómetros y kilómetros de carretera con pura vegetación a los lados. Sin
postes de alumbrado público. Eso no es extraño, estamos en el área rural de
Guatemala.
Ahora bien,
ayer fue el acto de graduación y juramentación de los nuevos profesionales
universitarios, en donde el Colegio de Profesionales impone el pin de nuevo
miembro y todo lo demás que tiene que ver con pertenecer al distinguido gremio.
El acto estaba preparado para las siete en punto de la noche. Compré mi saco
azul oscuro, mi camisa blanca de manga larga, una corbata de buena imagen, zapatos
lustrados y listos. Hora de salida: diecisiete horas en punto. Destino: zona
quince de la ciudad capital de Guatemala. En el momento exacto abordé mi nave y
salí rumbo a la emotividad bien merecida. Sin embargo, ya en la carretera el
carro se empezó a sentir mal. Primero le dieron ligeros vahídos. Parecía que el
timón se mantenía firme pero el carro en breves segundos se movía hacia la
derecha. Igual que los mareos que mi tía tiene cuando se agarra de las puertas.
Eso me alertó, así que moderé la marcha y decidí ponerle más atención. A los
cinco kilómetros de marcha le dio diarrea, porque inició a tirar la gasolina
por el escape. Yo exclamé ¡Dios mío, estamos todavía muy lejos de una
gasolinera! ¡Aguanta carrito, aguanta!
Otros cinco
kilómetros y pum, le subió la fiebre. La aguja de temperatura estaba
acercándose a la parte roja. Justo en el kilómetro veintiuno me tuve que orillar
porque la fiebre era tan alta que el carro empezó a vomitar. Levanté el capó y
era toda una melcocha. Estaba expulsando por el sartén que tiene sobre el motor,
una cosa como leche chocolatada muy espesa y parecía que estaba hirviendo porque
brotaba como “poporopos” (nombre que se le da en Guatemala a las palomitas de maíz).
¿Qué hago? Me pregunté. Ni siquiera puedo acercarme porque ensuciaría mi traje.
En esos profundos minutos de meditación estaba cuando de pronto un pick up rojo
se detiene a una distancia de 20 metros delante de mi carro. Todo mundo
pensaría que querían ayudarme, pero un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. De
esas sensaciones que imagino siente el hombre araña cuando sus antenitas de
vinil están detectando la presencia del enemigo.
Veo de
frente a los hombres que saltan del pick up; caminan tres a la derecha del pick
up y tres a la izquierda. En su cintura se observan las pistolas. Se me ocurre
bajar el capó. Entrar al carro y con mi cabeza inclinada sobre el timón y con
los ojos cerrados pedirle a Dios con toda la fe que es posible que me libre de
todo mal. Le pido una oportunidad de vida. Le pido que arranque el carro. Doy
vuelta a la llave y qué les parece que el carro arrancó. Entro con velocidad a
la carretera y me dirijo hacia la ciudad
capital. Veo por el retrovisor que los hombres corren se suben al pick
up e inician una persecución que no es normal. Le pedí a Dios que me
acompañara. El carro estaba reaccionando muy bien. No bajó la velocidad. No
permitió que me alcanzaran. Fueron tal vez los minutos de más adrenalina que he
pasado en mi vida.
Tenía miedo
que al llegar a la subida con la que se llega a la ciudad capital el carro se
detuviera. Revisaba el retrovisor, el pick up venía detrás. No sé qué quieren. Recordé
que un mes antes me habían detenido cuando salí a las tres de la mañana de mi
casa. En esa oportunidad tenían gorros pasamontaña y me detuvieron. Parado
frente a un carro negro de vidrios polarizados escuché cuando el presunto jefe
les dijo, no es él. ¿Será que nuevamente se confundieron? No me voy a quedar a
preguntar. El carro no se detuvo. Está sacando humo sobre el motor, pero le
pido a Dios que no me abandone. Por fin llegué a Metro Norte, cruzo para la
calzada de La Paz. El pick up me sigue. No hay duda que me vienen siguiendo. Lo
bueno es que el camino es de bajada. Siento mayor fuerza en el carro. También
es una suerte que fuera día domingo. No hubiera sido fácil llegar tan lejos si
fuera un día entre semana. Voy subiendo por la zona cinco. Ya estoy cerca,
cruzar a la derecha y llegar al Colegio de profesionales. Todo el camino fui
deseando que estuviera una patrulla de la PNC, pero es como si se tomaron un
descanso general. Ya estoy cerca de la Escuela Politécnica, en esta ruta no hay
semáforos. Bajaré hacia la entrada de la zona 15. Ya se ve el Colegio.
Por suerte ir
hacia el parqueo es de bajada. Me detengo en la entrada y le digo al agente de
seguridad que me ayude. El pick up se estaciona en la entrada del Colegio. No
hacen ningún movimiento. Le indico al agente que pida ayuda, sus dos compañeros
lo acompañan. Sólo quieren preguntar qué necesitan. Al momento de acercarse los agentes a cinco
metros del pick up, éste arrancó y se fue. Bajé el carro apagado hasta el
parqueo y lo dejé a medio estacionar. El acto ya había terminado. Mis
compañeros se acercaron a preguntar. Con dos en particular hicimos buena amistad.
Sus nombres: Matías y Amílcar. Ellos afirmaron ¡Llegar tarde a su propio acto de graduación
es el colmo vos! Les mostré mi carro. ¡Vengan a ver! El carro estaba realmente desahuciado.
Uno de ellos me explicó. Se pasó el agua al aceite y se mezcló con la gasolina,
se tapó por completo el filtro de aire y la mezcla llegó al carburador. Luego
preguntó ¿Cuánto te cobró la grúa? Yo le dije ¿Cuál grúa? El carro me trajo
hasta aquí porque me venían siguiendo. Los dos creyeron que yo era un
mentiroso. Y uno de ellos exclamó: ¡Este carro no se mueve solo, ni un metro y
debió apagarse despuesito de que se pasó el agua al aceite! Yo no dije nada. Eso
será algo que quedará guardado en mi memoria.
Ni siquiera
estaba molesto por perderme el acto de graduación. Estaba feliz y me sentía
humilde. Había presenciado un milagro y eso pocas personas lo viven. Es una percepción
que te llena de profundo agradecimiento. Es una sensación de seguridad plena.
No estoy solo. Gracias a Dios, como buenos compañeros me ayudaron a remolcar el
carro hasta llegar con un mecánico. Qué aventura. El mecánico no me creyó, mis
amigos no me creyeron. Eso no me molesta. Se repite en mi mente lo que pasé esa
noche y nuevamente me siento profundamente agradecido. ¿Qué se siente estar en
un acto de graduación universitario? No lo sé. Solo sé que una vez hubo un acto
de graduación sin un graduado y ese graduado, era yo.
Autor: Edwin Rolando García Caal
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