Recuerdo el
pelo blanco que cubría su cabeza. Siempre haciendo chistes para hacer reír a la
familia y a las amistades. Era un abuelo feliz. Al salir a la calle saludaba a
todos los vecinos. Todos lo conocían. Yo me hacía el impaciente porque quería
llegar rápido a la tienda y comprar el helado que me había prometido. Pero él
tenía tiempo. Tenía todo el tiempo del mundo, no tenía las presiones de mi
papá, ni los apuros de mi mamá. Su paso era lento, como observando con detenimiento
las maravillas de todo lo que nos rodea. No quería ahorrar. Me dijo: pasé toda
mi vida ahorrando, por eso ahora tengo tiempo para gastar mis ahorros y
disfrutar con ese dinero las cosas buenas de la vida, pero todo con medida. Todo
con medida. Era curioso escuchar que repitiera siempre las últimas frases de
cada oración, como enseñando que lo mejor está en el final. No sé cómo
funcionaba su cabeza. Un día le pregunté si sus ahorros eran muchos y me dijo,
es que no fui tonto, yo pagué seguridad social. Cuando seas grande sabrás qué
es eso.
Cuando me
siento desanimado recuerdo esos sentimientos de felicidad que transmitía. Él
era feliz con mi hermana y conmigo. Eso creo que era el resultado de nuestro
interés por pedirle que contara más historias. Nadie quería escucharlo porque
decían que repetía mucho las historias. Eso nos gustaba. Abuelo, decía mi
hermana: puedes contarnos otra vez la historia de cuando saltaste de una peña
hacia la punta de un pino. Entonces él se emocionaba y nos llevaba al sillón. Vengan
pues, nos decía. Contar historias era su alegría.
Siempre
cargaba un maletín café rojizo. Sólo él sabía la combinación. Al abrir el
maletín uno podía observar que llevaba galletas, angelitos y botonetas, sus
lentes para leer y unos papeles, no sé de qué. Lo abría y nos regalaba algo de
su maletín. Siempre hay que estar prevenidos, afirmaba. Cuando el hambre
aprieta no hay nada mejor que una botoneta. Mi abuela comentaba que escondía
allí sus chucherías porque tenía prohibido comer chocolate. El café siempre lo
tomaba hirviendo. Si no estaba muy caliente entonces no lo quería. Yo creo que
su lengua ya no sentía porque solo él podía tomar ese café. Todos los demás que
intentamos probarlo nos quemamos la boca. Su cincho era de cuero, pero muy
ancho en comparación con los cinchos del resto de varones en la familia. El
pantalón siempre le quedaba arriba del ombligo. Su vestimenta siempre de tela,
no usaba pantalones de lona, ni zapatos tenis. Debía ser formal. Eso decía. Genio
y figura hasta la sepultura, hasta la sepultura.
Siempre
esperamos su visita. Cuando nos veía, sin pedir permiso apagaba la televisión y
decía: dejemos de ver tanta tontería. Llegó el momento de la alegría. En su
casa era otra historia. Cada foto que colgaba en la pared tenía su propia leyenda.
En esta foto estábamos iniciando nuestra vida. No había luz, no había agua. A
veces en la cena no había nada de comida. Comimos una tortilla y nada más. Nada
más. Por eso hay que estudiar. Hay que prepararse para que no cueste ganarse la
vida. Si descansas cuando tienes que trabajar, trabajarás cuando tienes que
descansar y allí ya no tendrás las mismas fuerzas. No tendrás fuerzas. Como don
Lencho. ¿Lo han visto? Allí va, empujando la carreta del pan. Con ochenta y
cinco años encima. El pobre no tiene nada para comer. Tiene que trabajar.
Cuando éramos jóvenes yo le dije, vamos a trabajar. Él me decía, que trabajen
los bueyes. La vida se hizo para descansar. Ahora lo ven. Tendrá que trabajar
hasta el último día de su vida. De su vida.
Mi abuelo
no quería telas de araña en su casa. Cargaba un bastón y lo utilizaba para
quitar telas de araña. No dejen que las casas se vean viejas, decía. Una casa
vieja trae tristeza. A mí me gusta la alegría. La alegría de noche y la alegría
del día. Del día. Qué escribes abuelo le pregunté cuando lo vi sentado en su
gran escritorio de madera. Las cosas que se me olvidan, me dijo. A escondidas
revisé su agenda. No eran cosas de importancia. Solo eran fechas e iniciales.
Le pregunté: abuelo qué son esas fechas que hay en tu cuaderno. Él me dijo: son
los recuerdos más importantes que debo tener. Las fechas de cumpleaños de todos
mis nietos. Esas fechas me dicen cuando comeremos pastel. Rico pastel.
El abuelo
tenía muchos diplomas. Si los hubiera puesto en una sola pared, no se vería la
pared. Sus diplomas estaban colocados en marcos de bronce, pero los tenía
guardados en las gavetas de su gran escritorio de madera. También había muchos
detrás de sus libros. Abuelo ¿estos libros no los lees? Claro que sí, me decía.
Ya los tengo aquí en mi cabeza. Están aquí para que venga otra cabeza con
interés de aprender. Serán mi herencia para el nieto más inteligente. ¿Y ese
nieto puedo ser yo? Le dije. Claro que sí. Vas a llegar alto, muy alto. Y
también vas a leer todos estos libros. Tal vez un poco más. Mientras tanto
léete este: se llama “El mundo del misterio verde”. Sabes un secreto. Los
libros son como los trenes. Nos llevan de paseo hacia lugares muy bonitos. Y
todos esos viajes hiciste abuelo. Esos y más. Muchos más. Los hice para tener
mucho que contar. El que más lee más historias cuenta. El que más historias
cuenta, tiene más amigos, porque a las personas les gustan las historias. La
persona que no lee es una persona solitaria. ¿Tú no quieres vivir solo verdad?
Lo que más
me gustaba de mi abuelo era que nunca me dejaba con dudas. Siempre tenía una
respuesta para todas mis preguntas. Los otros adultos me decían, a saber. Mi
abuelo me decía, ven te lo voy a explicar y al final de cada explicación
siempre había un consejo. Me contó que los días felices son de mucha luz. Cada
vez que hay un día feliz, un pelo de tu cabeza captura esa luz y en lugar de
negro se vuelve blanco. Tú has sido muy
feliz abuelo. Claro que sí, me decía. Claro que sí. Pero cuando no tenías
comida en la cena, ¿por qué eras feliz? Ahhh, porque ese día no iba a leer un
libro, sino a escribir uno. Porque entre esos libros que ves allí, también
están los libros que cuentan mi propia historia. Y esos libros dan más alegría,
no ponen un pelo blanco, sino dos pelos blancos.
Ahora que
estoy grande, reviso los libros de mi abuelo y me gusta leer más los que
cuentan su propia historia. Aunque parecen mágicos. Él fue un escritor. En sus
libros cuenta cosas simples pero de una forma mágica. No sé qué tenía en su
cabeza, porque no veía las cosas como la gente normal. Tal vez porque su cabeza
era blanca. Veía una piedra en el camino y chas un libro que hablaba de las
piedras. Vio una mariposa y chas escribió su libro “Cazadora de mariposas”. Mi
abuelo era un hombre con la cabeza muy blanca porque era un hombre muy feliz. Un
día quise darle una sorpresa. Me eché harina en la cabeza y fui a abrazarlo. Le
dije: abuelo, estoy muy feliz. Se nota me dijo. Se nota.
Ahora que
escribo esta nota, recuerdo sus ojos achinados. Sus pupilas color café, su
vicio por los frijoles con pan francés, su taza de café hirviendo y su maletín
con botonetas. Sé que fue un gran hombre. Sus recuerdos me han hecho desear
solo cosas buenas. A diario escucho en mi mente sus consejos de lo que puedo
hacer y no hacer. Pero lo mejor de todo, es que me enseñó lo que significa ser un
hombre con la cabeza blanca.
Autor: Edwin Rolando García Caal
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