Edwin Rolando García Caal
Eran las 9:35. Finalizaba una
jornada laboral. Ya estaba cerca de subir a mi vehículo. Sólo tenía que caminar
dos cuadras hacia el parqueo. Para llegar era necesario atravesar algunos
puestos de venta de comida rápida. Pero no son puestos formales, son carretas
improvisadas en donde venden carne asada, tacos mexicanos, panes con algo, qué
sé yo. Muchos perros encuentran frente a
estos puestos de comida su forma de sobrevivir. Más de alguien dejará caer un
pedazo de tortilla, medio pan o un pedazo de carne que no quiso irse a la boca.
Pero ese día era peculiar. Una
señora parecía divertirse jugando al ramo de la novia con pedazos de tortilla.
Tiraba los pedazos al aire y los perros saltaban para ver quién tenía la
fortuna de comer. En una de tantas tiradas. La tortilla llegó hasta media
calle. Un perro pequeño, color negro, de esos que no tienen raza definida, se
abalanzó para comerla. Un carro de velocidad normal, distraído o intencionado,
arrolló a aquel animal.
La conmoción duró unos segundos.
Se escuchó la misericordia de muchos transeúntes. Pobrecito. Se va a morir. El
perro se arrastró hasta la banqueta y allí se quedó, temblando. ¿No tendrá
dueño? ¡Qué pena! Pero luego de un minuto si mucho, de contemplar la escena
desoladora, cada quién volvió a lo suyo. Total, es un perro. Aquella señora que
lanzaba los pedazos de tortilla continuó haciéndolo. Dos perros se veían
permaneciendo en el juego. Tres perros no. Uno blanco, uno negro, uno canela
parecían ensayar un ritual espiritual que tenía que ver con aquel atropellado.
Cada uno se situó exactamente en
la posición de los ángulos de un triángulo rectángulo. El atropellado en medio.
Lo veían sin ladrar nada. Se echaron, cada uno en su posición. Como cuidando;
como apoyando. Sentí en el aire la fuerza de la solidaridad y la esperanza. Sin
nada que pudieran hacer. No tenían los instrumentos, no tenían los
conocimientos. Era algo que no podían resolver. Ellos son de aquellos que no pueden
pronunciar palabras de aliento pero pueden estar allí. Sin decir nada, sin
pedir nada. Sólo acompañando. Tratando de hacer llegar con su presencia aquel
mensaje de NO MÁS INDIFERENCIA.
Pero no eran amigos. Los amigos
no compiten por quitarse la comida de la boca. Por eso es admirable que
aquellos que se ven por asuntos de trabajo, sacrifiquen su comida en atender
las necesidades de aquel que compite por quitarles sus ingresos. Aquello no fue
asunto de segundos. Asunto de segundos fueron las miradas de la gente que en
tono de hipocresía expresó su indignación, pero dando vuelta la cara olvidó
casi de inmediato la cuestión del sufrimiento ajeno.
¿Cuánto tiempo estarían los
perros así? Guardianes de la muerte. Esperando que aquel que respiraba con
problemas, entregara al Señor que lo da todo, su vital aire de vida. ¡Qué
irónico! Perder la vida, por comida. Este perro perdería la vida. Otros la
pierden con algo más, dejando esparcido en el camino, los abrazos del amor y
del anhelo. Y ¿qué les quedó a quienes esperaban su retorno? Nada. Esperaban
comida, esperaban el regreso y no les quedó ni eso. Ahora esperan a los dueños
del consuelo.
Cuando entré al parqueo, buscando
el carro vi un chorro. Visualicé también la tapadera plástica de una magdalena.
Se me ocurrió que podía ofrecerle al atropellado un poco de agua. Eché agua
hasta la mitad y salí en busca del futuro difunto. De pronto y le ayudaría.
Como esas recetas mágicas que sólo funcionan en un mundo que no es humano. Coloqué el agua a escasos centímetros de su
rostro, pero nada. No se inmutó. Parecía que lo que esperaba era lo deseado.
Tal vez ya no tenía motivos y su sufrimiento no quería alivio. Los tres compañeros
del camino seguían allí esperando el desenlace, siempre en sus posiciones
triangulares. De pronto ocurrió lo inesperado. Una señora desharrapada llevando
por las manos a dos niños menores de 5 años, irrumpió la escena. Gritando el
nombre del perro atropellado le cuestionó ¿Qué hacés allí? ¡Vamos! Y aquella
palabra expresada sin delicadeza y desconociendo lo acontecido, fue más fuerte
que la adrenalina generada por aquel golpeado organismo. El perro se levantó.
Medio tambaleando, medio renqueando. Tomó del agua transparente hasta casi
terminarla. Y como si los milagros en su estilo de vida no se habían agotado
persiguió con paso lento a aquellos niños que volteaban esperando su llegada.
Fue asombroso ver a aquellos
cuatro perros levantarse al mismo tiempo. La dueña del atropellado entró dos
casas adelante. El perro se echó en cinco ocasiones más, se levantó pero no
entró. Cada vez que se levantaba parecía
estar más fuerte. La dueña salió, se dirigió hacia la panadería compró el pan y
le tiró dos de francés. El perro comió. No se veía del todo repuesto pero sí se
le veía dispuesto a superar aquellas dolencias. Tal vez lo importante es
recordar que hay alguien que siempre nos espera. Eso que no es material y que circula
por las venas distribuyendo entre la carne y el espíritu la fuerza de la vida.
Todos estaban nuevamente
dispersos. Cada quién en lo suyo. La luz de otro carro alumbró la calle que
para esa hora de la noche ya estaba desierta. Aquí viene la reacción. Los
perros que cuidaron al atropellado se abalanzaron hacia el carro, ladrando y
reclamando los golpes sufridos por aquel. El atropellado reaccionó y empezó a
correr también al carro que pasaba. Allí está. ¡Hay alivio en reclamar!
Cada carro que pasó recibió las
amenazas de los perros. El reclamo de los golpes que tal vez no propinaron
otorgó a la media noche un ambiente de penumbra y de consuelo. Tal vez esos
carros no fueron, pero quién le dice a un perro que no es cierto que los carros
son iguales. Saqué mi carro del parqueo y me di cuenta que había esperando
mucho tiempo por aquel raro desenlace. Pero estaba contento. El final no era
triste y la vida me había enseñado otra clase de lección. Sin palabras, pero no
me hicieron falta. Como plana de escolar, cuatro perros que ladraban a los
carros que pasaban me decían en su idioma, que compadecer sin apoyar es igual a
ignorar. Alguno expresará que No se soluciona nada con ladrar hacia los carros. Pero no es para los
carros el remedio. Es para el atropellado. Sentir que alguien te
acompaña en lo que decides hacer, aunque no solucione tu problema, te inyecta
una fuerza extraordinaria que se llama “NO MÁS INDIFERENCIA”.
Fotografía: http://stopalmaltratoanimal.blogspot.com
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