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miércoles, 16 de junio de 2021

Un hombre con la cabeza blanca



Recuerdo el pelo blanco que cubría su cabeza. Siempre haciendo chistes para hacer reír a la familia y a las amistades. Era un abuelo feliz. Al salir a la calle saludaba a todos los vecinos. Todos lo conocían. Yo me hacía el impaciente porque quería llegar rápido a la tienda y comprar el helado que me había prometido. Pero él tenía tiempo. Tenía todo el tiempo del mundo, no tenía las presiones de mi papá, ni los apuros de mi mamá. Su paso era lento, como observando con detenimiento las maravillas de todo lo que nos rodea. No quería ahorrar. Me dijo: pasé toda mi vida ahorrando, por eso ahora tengo tiempo para gastar mis ahorros y disfrutar con ese dinero las cosas buenas de la vida, pero todo con medida. Todo con medida. Era curioso escuchar que repitiera siempre las últimas frases de cada oración, como enseñando que lo mejor está en el final. No sé cómo funcionaba su cabeza. Un día le pregunté si sus ahorros eran muchos y me dijo, es que no fui tonto, yo pagué seguridad social. Cuando seas grande sabrás qué es eso.

Cuando me siento desanimado recuerdo esos sentimientos de felicidad que transmitía. Él era feliz con mi hermana y conmigo. Eso creo que era el resultado de nuestro interés por pedirle que contara más historias. Nadie quería escucharlo porque decían que repetía mucho las historias. Eso nos gustaba. Abuelo, decía mi hermana: puedes contarnos otra vez la historia de cuando saltaste de una peña hacia la punta de un pino. Entonces él se emocionaba y nos llevaba al sillón. Vengan pues, nos decía. Contar historias era su alegría.

Siempre cargaba un maletín café rojizo. Sólo él sabía la combinación. Al abrir el maletín uno podía observar que llevaba galletas, angelitos y botonetas, sus lentes para leer y unos papeles, no sé de qué. Lo abría y nos regalaba algo de su maletín. Siempre hay que estar prevenidos, afirmaba. Cuando el hambre aprieta no hay nada mejor que una botoneta. Mi abuela comentaba que escondía allí sus chucherías porque tenía prohibido comer chocolate. El café siempre lo tomaba hirviendo. Si no estaba muy caliente entonces no lo quería. Yo creo que su lengua ya no sentía porque solo él podía tomar ese café. Todos los demás que intentamos probarlo nos quemamos la boca. Su cincho era de cuero, pero muy ancho en comparación con los cinchos del resto de varones en la familia. El pantalón siempre le quedaba arriba del ombligo. Su vestimenta siempre de tela, no usaba pantalones de lona, ni zapatos tenis. Debía ser formal. Eso decía. Genio y figura hasta la sepultura, hasta la sepultura.

Siempre esperamos su visita. Cuando nos veía, sin pedir permiso apagaba la televisión y decía: dejemos de ver tanta tontería. Llegó el momento de la alegría. En su casa era otra historia. Cada foto que colgaba en la pared tenía su propia leyenda. En esta foto estábamos iniciando nuestra vida. No había luz, no había agua. A veces en la cena no había nada de comida. Comimos una tortilla y nada más. Nada más. Por eso hay que estudiar. Hay que prepararse para que no cueste ganarse la vida. Si descansas cuando tienes que trabajar, trabajarás cuando tienes que descansar y allí ya no tendrás las mismas fuerzas. No tendrás fuerzas. Como don Lencho. ¿Lo han visto? Allí va, empujando la carreta del pan. Con ochenta y cinco años encima. El pobre no tiene nada para comer. Tiene que trabajar. Cuando éramos jóvenes yo le dije, vamos a trabajar. Él me decía, que trabajen los bueyes. La vida se hizo para descansar. Ahora lo ven. Tendrá que trabajar hasta el último día de su vida. De su vida.

Mi abuelo no quería telas de araña en su casa. Cargaba un bastón y lo utilizaba para quitar telas de araña. No dejen que las casas se vean viejas, decía. Una casa vieja trae tristeza. A mí me gusta la alegría. La alegría de noche y la alegría del día. Del día. Qué escribes abuelo le pregunté cuando lo vi sentado en su gran escritorio de madera. Las cosas que se me olvidan, me dijo. A escondidas revisé su agenda. No eran cosas de importancia. Solo eran fechas e iniciales. Le pregunté: abuelo qué son esas fechas que hay en tu cuaderno. Él me dijo: son los recuerdos más importantes que debo tener. Las fechas de cumpleaños de todos mis nietos. Esas fechas me dicen cuando comeremos pastel. Rico pastel.

El abuelo tenía muchos diplomas. Si los hubiera puesto en una sola pared, no se vería la pared. Sus diplomas estaban colocados en marcos de bronce, pero los tenía guardados en las gavetas de su gran escritorio de madera. También había muchos detrás de sus libros. Abuelo ¿estos libros no los lees? Claro que sí, me decía. Ya los tengo aquí en mi cabeza. Están aquí para que venga otra cabeza con interés de aprender. Serán mi herencia para el nieto más inteligente. ¿Y ese nieto puedo ser yo? Le dije. Claro que sí. Vas a llegar alto, muy alto. Y también vas a leer todos estos libros. Tal vez un poco más. Mientras tanto léete este: se llama “El mundo del misterio verde”. Sabes un secreto. Los libros son como los trenes. Nos llevan de paseo hacia lugares muy bonitos. Y todos esos viajes hiciste abuelo. Esos y más. Muchos más. Los hice para tener mucho que contar. El que más lee más historias cuenta. El que más historias cuenta, tiene más amigos, porque a las personas les gustan las historias. La persona que no lee es una persona solitaria. ¿Tú no quieres vivir solo verdad?

Lo que más me gustaba de mi abuelo era que nunca me dejaba con dudas. Siempre tenía una respuesta para todas mis preguntas. Los otros adultos me decían, a saber. Mi abuelo me decía, ven te lo voy a explicar y al final de cada explicación siempre había un consejo. Me contó que los días felices son de mucha luz. Cada vez que hay un día feliz, un pelo de tu cabeza captura esa luz y en lugar de negro se vuelve blanco.  Tú has sido muy feliz abuelo. Claro que sí, me decía. Claro que sí. Pero cuando no tenías comida en la cena, ¿por qué eras feliz? Ahhh, porque ese día no iba a leer un libro, sino a escribir uno. Porque entre esos libros que ves allí, también están los libros que cuentan mi propia historia. Y esos libros dan más alegría, no ponen un pelo blanco, sino dos pelos blancos.

Ahora que estoy grande, reviso los libros de mi abuelo y me gusta leer más los que cuentan su propia historia. Aunque parecen mágicos. Él fue un escritor. En sus libros cuenta cosas simples pero de una forma mágica. No sé qué tenía en su cabeza, porque no veía las cosas como la gente normal. Tal vez porque su cabeza era blanca. Veía una piedra en el camino y chas un libro que hablaba de las piedras. Vio una mariposa y chas escribió su libro “Cazadora de mariposas”. Mi abuelo era un hombre con la cabeza muy blanca porque era un hombre muy feliz. Un día quise darle una sorpresa. Me eché harina en la cabeza y fui a abrazarlo. Le dije: abuelo, estoy muy feliz. Se nota me dijo. Se nota.

Ahora que escribo esta nota, recuerdo sus ojos achinados. Sus pupilas color café, su vicio por los frijoles con pan francés, su taza de café hirviendo y su maletín con botonetas. Sé que fue un gran hombre. Sus recuerdos me han hecho desear solo cosas buenas. A diario escucho en mi mente sus consejos de lo que puedo hacer y no hacer. Pero lo mejor de todo, es que me enseñó lo que significa ser un hombre con la cabeza blanca.

Autor: Edwin Rolando García Caal 

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