Edwin Rolando García Caal
Capítulo I. El principio
Mi nombre es Rubén Icucú. Esta es mi historia. Cuando tenía 6 años de edad, mis padres decidieron dejar de alquilar y se mudaron a su casa propia. Ventaja diría cualquiera, pero no es cierto. Resulta que a falta de recursos económicos, ellos habían logrado un terreno en la base del puente de El Incienso. Sí, eso es en la zona 3 de la ciudad capital de Guatemala.
Al principio mi vida parecía divertida. Pero cuando asistí a la escuela primaria, me di cuenta de un gran problema. Para llegar a donde pasaba la camioneta, tenía que subir 842 gradas. Claro que lo sé bien. Las conté día a día durante 15 años.
Mi vida era un martirio, todos los días tener que subir esas 842 gradas, sin la esperanza de que un día ya no estuvieran. Cuando se me hacía tarde para ir a la escuela, tenía que subir corriendo, y como se podrán imaginar, al llegar a la calle principal, mis zapatos estaban lustrosos. Claro, los había limpiado con mi lengua. Había días en que mi mamá nos llevaba casi arrastrados a la escuela. Aunque el que salía ganando siempre era el más pequeño porque ella, por lástima lo cargaba y él ya tenía 5 años.
Odiaba el lugar en donde vivíamos, y sin embargo mi mamá, parecía resignada. Lo bueno era que mis dos hermanos y yo, compartíamos ese sentimiento. Ella tal vez, porque había quedado viuda cuando yo tenía 8 años. Y la esperanza de tener más ingresos parecía desaparecer. Ella vendía chuchitos y para colmo de males, los vendía de cantina en cantina. Como se podrán imaginar, había dos pretextos para no acompañarla.
Recuerdo cómo nos quejábamos cuando teníamos que ir a la tienda. Pero como para todo existe motivación. Esas ingratas gradas fueron la campanita que sonaba en mis oídos para que yo lograra salir adelante. Al salir de sexto primaria me propuse una meta. Comprar mi casa en un lugar en donde no tuviera que subir ni una sola grada.
Capítulo II. Planes y realidades
Mis notas mejoraron, mis estudios terminaron y como la vida premia el esfuerzo, me hice un profesional, al igual que mis hermanos. Pero yo no soporté tanto tiempo como ellos. A mis 21 años de edad, ya había ahorrado lo suficiente para comprar un terreno en un lugar plano. Bueno, eso creía. Ya que mis sueños se vieron truncados.
Ahorrando al máximo, incluyendo el bono 14 y el aguinaldo; y trabajando mis vacaciones para tener doble pago, sólo logré ahorrar siete mil quetzales. Coticé por aquí, coticé por allá y nada. Desde Amatitlán hasta Villa Nueva, desde El Milagro hasta Ciudad Quetzal, Desde Ciudad San Cristóbal hasta Santa Faz. Un terreno sin ninguna construcción costaba como mínimo veinticinco mil quetzales. Imaginen cuánto costaba una casa. Así que tuve que conformarme con poco.
Compré un terreno lejos de la ciudad, en otro departamento. Me costó exactamente siete mil. Soñé construir lo más pronto posible, aunque eso significó ahorrar en todo. Pero la motivación siempre estuvo presente: “842 gradas”. Dibujé el plano de mi casa en el recibo del terreno.
A mis 23 años ya tenía un ahorro equivalente al precio del terreno y eso que ahorraba casi el 90% de mi salario.
Entonces vino lo inesperado. Mi novia resultó embarazada. Claro, eso es lo más normal del mundo, pero en otras circunstancias. Ahora imaginen a una mujer de 6 meses de embarazo subiendo “842 gradas”, ni modo que llamáramos un “tuc tuc”. Para colmo de males ella resultó ser de otro departamento y viviendo en casa de huéspedes. En fin, en la universidad uno no pide la respectiva hoja de vida para esos menesteres.
Mi salida se apresuró, construí lo que se puede con siete mil quetzales. Un modesto cuarto de madera y el respectivo cambio de planes. Jamás pude volver y retomar el camino de mis metas. Los pañales y la ropa, la medicina y el pasaje, los estudios y la U. Cada aumento de salario parecía desvanecerse como vapor de agua. Aunque siempre luché. Mis hijos no tendrían jamás, que sufrir lo que hacían sentir aquellas “842 gradas”. Al poco tiempo dejamos de tener piso de tierra, paredes de madera, techo de lámina. Hasta llegó el día en que aparecieron en la sala los famosos sillones de pana.
No crean que fue fácil. Ahorré mil desayunos y diez mil almuerzos. Miles de pantalones y cientos de camisas. Miles de zapatos y cientos de aparatos.
Capítulo III. Los caminos de la vida
Mis hermanos vivieron otra vida. El segundo cumplió 25 y decidió marcharse hacia Estados Unidos. Se fue mojado. Allá construyó su familia y según dice, nunca tiene dinero. Lo único que le hemos conocido son los cien dólares que mensualmente le manda a mi mamá. Un día, me enteré que había comprado una casa de un millón de dólares. Eso no podré confirmarlo hasta no viajar hacia donde él se encuentra. Mi hermano pequeño, sigue allí en la casa. Aunque mi mamá me cuenta que sólo lo ve salir a las 5 de la mañana y volver a las 10 de la noche. Sigue soltero y dice que estudia, pero aún no sé donde. El único día que habla con él es el domingo. Antes de que ella valla a misa. Al volver de la iglesia, ya no lo encuentra.
Mis hijos en cambio sí han estudiado. El grande cumple hoy 23 años. Por eso me recordé del pasado. Con ellos me ha ido bien. El mejor regalo que “el grande” me pudo dar es que hoy precisamente cerró pensum en la universidad. Él será un Auditor. Sus hermanas también van por el mismo camino. Yo, pues no pude seguir estudiando en la U porque como comprenderán había muchos gastos, siempre apareció lo inesperado.
Pero ahí vamos, mi esposa sí estudió inglés. Ella es traductora jurada. Aunque un poco biliosa. Jamás se pudo llevar bien con mi mamá por ese su carácter. Eso ha hecho que casi no la visite. Eso y las “842” gradas. Mis hijos me han dicho que ni locos, bajarían a visitarla. Y si no es porque mi mamá viene a vernos, ellos no conocerían a su abuela. El único día en que las dos se pueden reunir es el 10 de mayo, porque casi siempre hacemos una convivencia familiar aquí en mi casa. Ese día, es mañana. De lo contrario, ni en navidad porque hay que visitar a los suegros, que en confianza les digo, es el único tiempo que uso para visitarlos.
Capítulo IV. La verdad
Bueno. Quiero contarles también que la anterior, es una historia que está por terminar. Porque aunque aún no le he contado nada a mi familia, tengo un cáncer terminal. Sin embargo, sé que no es una historia particular porque muchos de ustedes se habrán sentido identificados con los personajes. Es una historia de lo más común. La razón que me motivó a escribirla es que mañana es 10 de mayo.
Es el último día que veré a mi mamá. De mi familia, no tengo remordimiento, porque sé que les he tratado bien. Porque aún con penurias he hecho mi mayor esfuerzo para que no sufran nada de lo que amargó mi existencia. De mi mismo, tampoco tengo nada que pedir. Viví mi vida buscando el éxito y lo encontré. Además les informo que hijos exitosos hay por montones. Lo que no hay en igual cantidad son hijos agradecidos. Porque ustedes no saben que al igual que yo, muy pocos reconocen detrás de sus triunfos la labor de una madre.
Mi viejita linda. Por qué será que se me olvidó que cuando yo llevaba mis zapatos lustrosos porque los había limpiado con la lengua, ella también llevaba los suyos igual. Porque yo iba de su mano. Por qué será que cuando yo me quejaba de que tenía que subir esas “842 gradas” jamás pensé que ella llevaba un peso mayor, porque además de su cuerpo llevaba su edad y a veces hasta el peso de mi hermano.
Me salí de mi casa y alivié mi pena, pero ella siguió con la suya, delante de mi indiferencia. Tal vez alegre porque su hijo había triunfado. Tal vez indignada porque no me la llevé de la mano. Yo dejé de subir esas gradas hace 23 años. Ella lleva el mismo tiempo subiendo a comprar el pan. Y de qué sirve que le dé una mensualidad de 500 quetzales si no estoy allí cuando todavía le faltan 50 gradas por subir. Ella tiene 75 años y no me había dado cuenta. El día cuando me dijo que le dolían las piernas, yo le recomendé diclofenaco.
Tal vez no era eso, tal vez era su forma de pedir que la sacara de allí. Tal vez era su forma de decirme que ya no soportaba subir 842 gradas. Porque los años aquellos en que vendía chuchitos habían puesto sobre sus piernas mil veces más esfuerzo que el que yo había hecho. Tal vez era su forma de decir que llevo 23 años de haber olvidado que ella me dio de comer durante igual número de años. Y que otros 23 años me he hecho a un lado del camino para que ella pueda subir 842 gradas en soledad.
Mi mamá ha venido a visitarme. Claro que sí. Y me ha sonreído. Pero quizás no era sonrisa. Quizás era su forma de ocultar que necesitaba más oxígeno para seguir con su prisa. Para subir y bajar aquel camino que detrás de su mano yo vi que era sufrimiento. Sin detenerme a pensar que para ella también lo era. Ahora me doy cuenta que sólo solté su mano, pero que ella sigue allí. Mi mamá ha felicitado mi casa, pero tal vez no era admiración. Ella en su forma humilde de ser oculta detrás de las exclamaciones, el sueño aquel de poder llevar su casa lejos de allí.
No le diré nada. Para qué ampliar su sufrimiento. Sólo sé decirles que aunque todos me odien, he cambiado el derecho de propiedad de esta casa. He hecho un testamento en donde informo que la he puesto a su nombre, para que un día después de mi partida, ella pueda también dejar atrás, como recuerdos, el sufrimiento de aquellas gradas, que yo como hijo ingrato, ya olvidé.